El 14 de julio se cumplen
exactamente seis meses desde el momento que James Ernesto Morales tomó posesión
de la primera magistratura de la Nación. En este corto tiempo, el desencanto de
su mandato por parte de los guatemaltecos ha sido palpable en las redes
sociales así como en la Plaza de la Constitución. Los desaciertos del excomediante
han pasado, desde contar fábulas y moralejas para evadir los problemas de fondo
ante la prensa, hasta querer reanudar el desfile militar que, por acuerdo gubernativo,
había sido suspendido desde 2008; también ha asegurado que quienes hablan del
conflicto armado sólo se enriquecen de él. No está de más recordar que los
veteranos militares fueron, a través de AVEMILGUA, quienes lo llevaron al
poder, y que ocho de estos veteranos enfrentan cargos por torturas y
desapariciones forzadas. Surge en el ambiente una interrogante: ¿Por qué existe
tanto rechazo a la institución castrense? Aquí unas reflexiones respecto al tema…
La concepción del Estado guatemalteco nace bajo una
sombra latente, una institución coercitiva y autoritaria que es gestada como
brazo derecho de la oligarquía para llevar a cabo el plan económico de un grupo
de poder que se ha mantenido a lo largo de la llamada “época democrática” con distintos rostros y pigmentaciones
políticas.
Los catorce años de dictadura ubiquista, sumados a los
veintidós años de la dictadura encabezada por Manuel Estrada Cabrera, dan
cuenta que antes de las reformas propuestas de 1945, Guatemala había padecido
treinta y seis años sin ninguna clase de ejercicio democrático y al margen de
las corrientes modernas de pensamiento, es decir, envuelta en una especie de
ostracismo conservador y reacia a los cambios.
La nación
burguesa que nace a partir de los movimientos liberales del siglo
xix, era una réplica del proyecto colonial cuya estructura institucional,
económica y cultural contrasta únicamente con la nación proletaria que se dibuja en el
imaginario colectivo a través del discurso arevalista
y arbencista
en donde se instala la alianza obrero-campesina y la reforma agraria como
política de Estado.
Fuera de esa breve primavera, impregnada hasta cierto
punto de romanticismo por aquel proyecto incluyente de nación tan añorado, el
peso de la tradición política autoritaria ya enraizado, y el peso
incuestionable de los grandes terratenientes en la economía y la política,
impidieron el libre curso de la modernización económica.
Las élites económicas que fueron históricamente las
más favorecidas en la tenencia de tierras, comienzan a hablar del exterminio del indio como raza inferior, y su desvalorización y explotación se ve
justificada al estereotiparse como un medio de producción desechable y
prescindible.
La psique colectiva del guatemalteco(a), que es multifacética,
se ha configurado a través de nuestra corta historia con mayor intensidad en
ciertas élites y con distintos matices según la identidad étnico-social de cada
individuo, y gracias a un aparato estatal diseñado y entrenado explícitamente
para instalar la fobia hacia el otro(a) a través de la pigmentocracia (i).
La dialéctica entre conquistador y conquistado,
colonizador y colonizado o encomendero y encomendado, es un continuum que va
transmutando y tomando distintos rostros que viajan en el péndulo del opresor
al oprimido, del explotador al explotado.
Esta mala herencia de la colonia-Estado, que fuera el sustrato de
las reformas liberales, basó sus tentáculos en la desproporción abismal
latifundio-minifundio que permitió un modelo de reproducción económica
anquilosado y encomendero cuyo fin era abastecer la demanda del imperio
económico a través de los monocultivos. La penetración extranjera para la
extracción de nuestros recursos data de 1902, cuando ingresa la United Fruit
Company abarcando latifundios de forma extensiva. En las últimas décadas, este
interés se ha centrado en la extracción de recursos, según el plan dictado por
la superestructura, y se traduce en proyectos petroleros, mineros e
hidroeléctricos.
Los rasgos de una economía
encomendera
se ven reflejados históricamente en procedimientos primitivos de producción,
bajo nivel de industrialización, instrumentos y métodos de cultivo anticuados
pero, sobre todo, en el uso indiscriminado y extensivo de la mano de obra que
permitían un bajo nivel de salarios y la prestación gratuita de trabajo que
perpetuaba la miseria de los campesinos. El anquilosamiento del sistema
consiste, pues, en la incapacidad de la clase dominante de extraer excedentes
de producción y sólo a través de formas de explotación no modernas. La
ejecución de este proyecto requería de aparatos represores y coercitivos. 1945
constituye un parteaguas en el que finalmente fueron abolidos los
sistemas de trabajo compulsivo.
Para poder lograr sus objetivos estratégicos, la clase
dominante oligárquica vio necesaria la construcción social de un “enemigo interno”, figura semiótica presente en el
discurso político y mediático que fue mutando de “indio”
a
“subversivo”, y de
subversivo a “comunista” o “rojo”; dicho color se
vio reflejado geoestratégicamente en el Triángulo Ixil y materializado en el
Plan Sofía, que fue una política de Estado durante el conflicto armado.
Paradójicamente, el arte de tejer con hilos escarlatas por las mujeres ixiles
se instauró análogamente como una labor cotidiana ejecutada por los aparatos de
la contrainsurgencia que teñían mercados e iglesias de sangre, mientras
desgarraban el tejido social.
La instauración de un Estado racista, apoyado por un
ejército kaibilizado, contribuyó a la atomización y polarización de la sociedad
civil que, efectivamente, se sentía rescatada de ese enemigo imaginario y
construido que tenía un color de piel, una ideología y una territorialidad que,
además, representaba una amenaza para los intereses económicos de esas élites.
Al plantearnos pues, que la sombra militar ha
configurado nuestra psique, ya sea por rechazo o aceptación al proyecto
eugenésico fundado en la colonización, es difícil negar que la violencia es un
tejido que articula nuestras dinámicas y relaciones interclasistas e
interculturales. La violencia y el autoritarismo se inscriben como componentes
de este atrofiado modelo de reproducción capitalista.
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La discriminación entre pobres, el racismo entre
distintas etnias indígenas y hacia adentro de las mismas comunidades
étnico-culturales, son pruebas de que el experimento militar (Operación PB Success que la CIA instaló en 1954) tuvo consecuencias intrínsecas en la
sociedad guatemalteca.
Para que el análisis de la institución castrense tenga
un carácter holístico, se debe estudiar el papel de la contrainsurgencia a nivel
interno. Este consiste en aquellas acciones militares, paramilitares,
políticas, económicas y de terror psicológico llevadas a cabo por el gobierno
guatemalteco para derrotar a la insurgencia. El segundo nivel de análisis,
sería ese papel de la contrainsurgencia a nivel internacional que persigue
objetivos geopolíticos en función de la extracción de recursos de sus países
satélites que le proveen de materia prima, energía y en ocasiones,
alimentación.
Este Estado represor, racista, contrainsurgente y
depredador se adscribe en el entramado capitalista bajo el concepto de terrorismo global de Estado,
que no es otra cosa que el terror de la burguesía para proteger sus intereses
estratégicos y que caracteriza la política de violencia perpetrada por aparatos
estatales imperialistas en el ámbito mundial.
Antonio Negri, en su libro Imperio (2000), explica que, en la
posmodernidad, la autoridad militar se circunscribe ya dentro de la psique del
ciudadano global. Los comportamientos de inclusión y exclusión social adecuados
para gobernar son, por ello, cada vez más interiorizados dentro del propio
sujeto.
Los elementos de la cultura militar que vemos
reflejados, no sólo en la institución castrense misma, sino en las distintas
instituciones de poder que la respaldan e interactúan con el individuo, como es
el caso de la academia y la Iglesia, son el respeto a la jerarquía, la
sumisión ante el superior, la anulación del otro para poder reafirmar la propia
identidad y la incapacidad de cuestionarnos planteamientos teóricos que se
deben asumir como dogmas.
La cultura militar es una especie de terror de baja
intensidad latente que nos lacera, la violencia en la posguerra toma la forma
de impunidad, ausencia de transparencia, clientelismo, tráfico de influencias y
corrupción. En palabras del pensador Carlos Orantes Troccoli (1), estas condiciones
reivindican la posibilidad del asesinato como acto posible y viable por parte
del Estado y acrecienta el sentimiento de rechazo a los emblemas de poder.
El guatemalteco(a) puede verse fácilmente reflejado en
la caracterización que hace Gilles Deleuze en "Capitalismo y esquizofrenia", donde el ciudadano global se desenvuelve en una sociedad
edípica y la constelación de relación con el padre-Estado es una relación de
amor-odio ante los acontecimientos históricos del genocidio y exterminio que
quedaron impunes, ante un Estado que debió haber protegido a sus ciudadanos
pero, en su lugar, los aniquiló, los vejó, los amedrentó.
El guatemalteco(a) es, con esta suerte de padre-Estado,
un parricida potencial que desea defenestrar, juzgar y procesar a sus
autoridades para encontrar un respiro o desahogo a su trágica memoria
histórica. Esta lectura deleuziana retoma importancia con las
manifestaciones ciudadanas acontecidas en la Plaza Central (2), con motivo de
los desfalcos al erario por parte del expresidente Otto Pérez Molina
(curiosamente un militar retirado que participó en las ejecuciones durante el
conflicto) y la exvicepresidenta, Roxana Baldetti, pues aun cuando esta revolución de colores (3) haya denunciado sospechas de manipulación mediática, no deja de ser una catarsis frente a la laceración continua que este
Estado militar ha ejercido por décadas...
#30M |
Se dijo al principio de este texto que la
configuración de la psique guatemalteca es multifacética y es importante
mencionar que existe un sector de la sociedad civil que está en pugna y a favor
de las acciones militares de los últimos cinco gobiernos (4). Este sector está
conformado por las nuevas generaciones de la oligarquía, así como los
descendientes de militares contrainsurgentes y es interclasista en el sentido
de que atraviesa sectores con un bajo poder adquisitivo, pero que fueron
adiestrados para ser el caldo de cultivo de la contrainsurgencia y popularizar
el proyecto hegemónico, tal es el caso de la figura de las Patrullas de
Autodefensa Civil.
La existencia de esta polarización y de la diversidad
de rostros y posturas ante este poder militar es lo que le da un carácter
bipolar y antagónico a nuestra sociedad y que no ha permitido construir un
Estado digno, o la construcción de una sociedad nacional que aglomere los
intereses de muchos y no que reivindique el poder económico de pocos para
mantener el statu quo de la desigualdad, exclusión y pobreza. El
guatemalteco(a) se enoja y se reconcilia consigo mismo, con la Guatemala que
lleva dentro.
El proyecto de Nación continúa teniendo un carácter
fragmentado e incompleto en donde prevalecen los intereses de una clase
dominante. Desde esta dimensión, existen dos grandes naciones que conviven en
un mismo territorio. No existe una, sino varias Guatemalas, y no una forma de
ser guatemaltecos, sino varias.
Rafael Cuevas, en su ensayo "¿Qué es ser guatemalteco?", donde reflexiona el escrito
homónimo de Luis Cardoza y Aragón, concluye que, el guatemalteco(a), ante tales
aparatos represores tiene una personalidad mutilada, incompleta, lejana de la
plenitud y condicionada por sus particularidades históricas y estructurales que
son limitadas para dar respuesta a la configuración de un ciudadano integral
que no ve reflejados sus intereses en los objetivos que persigue el Estado.
¿Qué reto nos queda para reconfigurar este Estado
fragmentado, polarizado, dividido y excluyente? ¿Qué canales debemos abrir para
que exista un diálogo entre estas Guatemalas tan diversas, tan diametralmente
opuestas? La respuesta no es fácil, pero al menos nos invita a la
reflexión de los elementos mencionados.
Retomar y reconfigurar esta psique bipolar, antagonizada
y lacerada por la institución castrense, nos invita a retomar las palabras que
el presidente Árbenz mencionó en su discurso al asumir el poder: “Nuestro
gobierno se propone iniciar el camino del desarrollo económico de Guatemala,
tendiendo hacia los tres objetivos fundamentales siguientes: A convertir
nuestro país, de una nación dependiente y de economía semicolonial, en un país
económicamente independiente; a convertir Guatemala, de un país atrasado y de economía
predominantemente semifeudal, en un país moderno y capitalista; y hacer por que
esta transformación se lleve a cabo en forma que traiga consigo la mayor
elevación posible del nivel de vida de las grandes masas del pueblo”.
A la fecha, Guatemala no ha dado el salto a la
modernización ni a una economía verdaderamente capitalista, pues los
indicadores sociales revelan que la profundización de la pobreza es latente y
el establecimiento de salarios diferenciados en áreas rurales es un ejemplo más
de que la Finca encomendera sigue en el poder; y es por eso que la institución
castrense continúa como esa sombra omnipresente y servil a los intereses de un
reducido pero poderoso conglomerado empresarial…
Artículo publicado el 5/7/16 en el medio digital INFORMATVX.
______
Referencias:
(1) En su ensayo, “La violencia en la cultura guatemalteca”, Carlos Orantes Troccoli reflexiona y caracteriza esos elementos violentos en la sociedad guatemalteca.
(2) A partir del 25 de abril de 2015, comenzó a suscitarse sábado a sábado una serie de manifestaciones en el país en torno al descubrimiento de una red de defraudación fiscal denominada “La Línea”, cuyo fin era sacar del poder al binomio presidencial que era sospechoso de liderar dicha red. También este movimiento perseguía reformas a la Ley Electoral y de Partidos Políticos.
(3) Término acuñado por el pensador Mario Roberto Morales, al hacer referencia a un movimiento heterogéneo y posmoderno cuyo objetivo era sacar del poder a Otto Pérez Molina, expresidente y militar que tomó parte en la ejecución de las políticas de contrainsurgencia durante el conflicto armado interno.
(4) Alfonso Portillo, Óscar Berger, Álvaro Colom, Otto Peréz Molina y el actual Jimmy Morales, que fue financiado por AVEMILGUA (Asociación de Veteranos Militares de Guatemala) y cuyos miembros ocupan puestos dentro del Gobierno, mientras otros enfrentan antejuicios por crímenes de guerra.
(i) Término que usa Marta Casaús Arzú en “Linaje y racismo en Guatemala” para referirse a la diferenciación que hace el Estado de los civiles por su color de piel en los gobiernos liberales.
Ana Monroy
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