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La
impunidad define en muy buena medida la historia del país. Desde la época de la
conquista, este ha sido un territorio marcado por la violencia donde,
pareciera, se puede hacer cualquier cosa sin consecuencias. “Vinimos aquí para servir a su Majestad, para
traer la fe católica y para hacernos ricos”, afirmaba con total soltura uno
de los primeros conquistadores y cronistas de estas tierras: Bernal Díaz del
Castillo. Siglos después, durante la dictadura del general Jorge Ubico, el
dueño de finca podía matar legalmente a quien “levantara la voz” dentro de su
feudo, afirmándose así la impunidad histórica: “El que manda, manda; y si se
equivoca… vuelve a mandar”. Guatemala, entrado el siglo xxi, si bien presenta
un porcentaje de 1.4 de teléfonos móviles por persona (¿eso será el
desarrollo?), sigue más atada al siglo xvi y a la figura del señor feudal que a
la modernidad. La impunidad sigue siendo una constante.
El
derecho de pernada (ius primae noctis,
derecho de la “primera noche” que tenía el señor feudal en la Europa medieval
con relación a las doncellas de su heredad), si bien no existe oficialmente, en
fincas de los departamentos más alejados sigue funcionando. Pero junto a eso,
cualquier conductor de automóvil propio o de transporte público puede
transgredir la norma que sea y seguro que no habrá castigo. Y cualquiera orina
en la vía pública, deja de pagar impuestos o contrata un matón para mandar a
matar a alguien, seguro que no pasará nada.
La
fiscal general anterior, Claudia Paz y Paz, cuando asumió el Ministerio Público
en el 2010, dijo que el grado de impunidad reinante permitía que el 98% de los
crímenes cometidos quedara impune. Con su gestión, ese porcentaje bajó al 75%,
lo cual puede verse como un gran logro, pero que no deja de evidenciar lo
catastrófico de la situación: pese a su gestión transparente y claramente
orientada a combatir la impunidad, la misma siguió siendo lo dominante: 3 de
cada 4 ilícitos queda impune.
La
impunidad es una constante cultural que atraviesa toda la sociedad. Para
muestra, lo recientemente sucedido con el juicio al general José Efraín Ríos
Montt. Presidente de facto tras un golpe militar, durante su corto período al
mando de la casa de Gobierno se llevaron a cabo las peores masacres contra la
población indígena del país en el Altiplano Occidental, base social del
movimiento revolucionario armado. Más de tres décadas después, luego de
innumerables denuncias y testimonios, llegó a los tribunales. En un juicio
limpio y contundente, se demostró su culpabilidad como jefe de Estado en la
matanza de 1,700 personas de la etnia ixil. Por ello recibió una condena
inconmutable a 80 años de prisión, como responsable de delitos de lesa
humanidad. La impunidad permitió que pasara sólo una noche detenido y, merced a
arteras maniobras leguleyas, su caso quedó prácticamente archivado (y él en
libertad).
Queda
claro que la impunidad es ley. El más poderoso hace lo que le plazca, y si bien
existen poderes supuestamente independientes como en cualquier Estado moderno,
el sistema de justicia no funciona...
freepik.es |
2
En
Guatemala, como en todo el mundo capitalista, manda el poder económico. La
política, las ideologías, las religiones, la academia, son sus subsidiarias.
Esa es una verdad inquebrantable.
¿Quién
manda en Guatemala? Igual que en todo el mundo: el poder económico. El
presidente (el actual, al igual que cualquiera otro en la historia) es el
administrador de turno. Manda muy relativamente. Las decisiones finales se
consultan (¿se obedecen?) a agentes fuera de la casa de Gobierno.
Como
país dependiente, muy poco desarrollado en términos industriales y ligado
básicamente a la producción agrícola para el mercado internacional, los dueños
reales de la economía (o de la Nación) son unos pocos grupos. Algunos de ellos,
con larga tradición, están presentes ya desde la colonia: “Vinimos aquí para servir a su Majestad, para traer la fe católica y
para hacernos ricos” (y, por cierto, muchos lo lograron. Hay fortunas que arrancan
en el siglo xvi con los primeros encomenderos, y se mantienen durante los
siglos). Otros grupos van surgiendo en el siglo pasado y se vinculan a negocios
modernos con un perfil más urbano (banca, servicios).
Esos
sectores, que tienen su propio órgano representativo en las cámaras
empresariales (el “sindicato” más fuerte del país, mejor organizado y con mayor
poder de incidencia), han dominado la mayor parte de la economía desde siempre.
A
este definitorio actor hay que agregar otro elemento de poder determinante,
representante de una economía mucho más grande que la guatemalteca, que manda
no sólo en el país sino en toda Latinoamérica y en buena parte del mundo: la
clase dominante de Estados Unidos, representada por su gobierno asentado en Washington
y con tentáculos por todo el orbe. Esos dos sectores (alto empresariado y
embajada estadounidense) son quienes mandan por estas tierras. El “pueblo”, el
“soberano” a través de su voto, no es más que un convidado de piedra. La
democracia (esto que se llama eufemísticamente “gobierno del pueblo”) no
confiere el más mínimo poder de decisión al votante. Cuando el poder real, el
de los empresarios y finqueros, se vio cuestionado en décadas pasadas ante el
auge de las lucha populares y la aparición de un movimiento guerrillero con
ideales socialistas, apeló a quienes están para defenderlos: el Ejército Nacional.
La
terminada guerra interna fue la respuesta que estos poderes dieron a quien
osara proponer alternativas, transformaciones sociales, nuevos modelos. Está
más que claro el resultado de todo eso: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos y
la subsecuente despolitización de la protesta popular. La cultura light que actualmente vivimos (llamada
“era democrática”) es una de sus secuelas. Lo patético de esa guerra es que se
golpeó no sólo al movimiento revolucionario sino, fundamentalmente, a la base
social sobre la que el mismo quería incidir. La estrategia de “quitarle el agua
al pez” generó una pedagogía del terror que aún sigue vigente.
Pero
en el transcurso de esa guerra (eufemísticamente llamada “conflicto armado
interno” para restarle trascendencia en términos jurídicos), el poder armado
del Estado, el Ejército, tomó una dimensión desorbitada. Se le preparó para
limpiar el país del “cáncer comunista”, pero en su accionar ese cuerpo militar
tomó características especiales. Fenómeno único en toda Latinoamérica donde
igualmente las Fuerzas Armadas oficiales combatieron las protestas populares y
las diversas iniciativas insurgentes que surgieron para los años 60/70 del
pasado siglo, y el ejército guatemalteco fue adquiriendo una proporción
monumental. De hecho, pasó a ser una fuerza económica en sí misma y, por tanto,
con gran incidencia política.
Quizá
sin disputarle abiertamente espacios económicos a los poderes tradicionales, ese
Ejército (y todos los tentáculos que fue desplegando) se convirtió en una nueva
clase económico-social; sus dirigentes se convirtieron en nuevos
empresarios/terratenientes. A partir de él, no como institución, pero sí a
partir de muchos de sus altos mandos, surgieron poderes que ya nadie pudo
dominar.
En
cierta forma, el genio se salió de la lámpara, la institución castrense y el
poder desmedido que fue acumulando, sirvió de base para la aparición de poderes
que, sin “existir” oficialmente, pasaron a ser actores claves de la dinámica
nacional. Aparecieron los así llamados poderes paralelos u ocultos. Es decir:
grupos preparados para la guerra contrainsurgente que fueron más allá de la
batalla anticomunista, convirtiéndose en sectores independientes, con poder
económico y con absoluta impunidad...
AFP |
3
“La expresión poderes ocultos hace referencia a una red informal y amorfa de
individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos
en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades
ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen. Esto
representa una situación no ortodoxa en la que las autoridades legales del Estado
tienen todavía formalmente el poder pero, de hecho, son los miembros de la red
informal quienes controlan el poder real en el país. Aunque su poder esté oculto,
la influencia de la red es suficiente como para maniatar a los que amenazan sus
intereses, incluidos los agentes del Estado”[1].
O
igualmente: “Fuerzas ilegales que han
existido por décadas enteras y siempre, a veces más a veces menos, han ejercido
el poder real en forma paralela, a la sombra del poder formal del Estado”[2).
Esa red de poderes tiene presencia muy fuerte, incuestionable, en la
dinámica nacional. Según datos aportados por Naciones Unidas, manejan sectores
“calientes” de la economía (contrabando, narcotráfico, crimen organizado,
tráfico de personas y de armas, tala ilegal de bosques) disponiendo de no menos
de un 10% del PBI. Evidentemente, constituyen un poder.
Hoy día, a partir de una geopolítica de Washington (esos grupos son
demasiado impresentables y pueden crear problemas sociales a mediano plazo),
vemos una avanzada contra estos sectores. Es así que aparece un inusual
fortalecimiento de la instancia de Naciones Unidas destinada a combatir la
impunidad en el país, y hasta el año pasado con un perfil muy bajo: la Comisión
Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Y junto a ella, el
Ministerio Público cobra un especial protagonismo. Por lo pronto, la actual
fiscal general, Thelma Aldana, de derecha, quien reemplazara a la mencionada
Claudia Paz y Paz (de izquierda) luego de un sucio movimiento politiquero,
pareciera tener un perfil infinitamente más combativo, habiendo mandado a la
cárcel a muchos más funcionarios que su antecesora. De hecho, se ha desatado
una cruzada anticorrupción en el país. Vistas las cosas en superficialidad,
pareciera que estamos realmente ante un combate contra la impunidad.
Ello, en realidad, obedece a una nueva estrategia de Washington
consistente en generar “golpes suaves” contra gobiernos que no son de su
conveniencia, utilizando el “combate a la corrupción” como caballito de batalla
para sacar de en medio a gobernantes díscolos. Esa estrategia se probó en
Guatemala en el 2015 y, por lo que se ve, ha servido luego en otros puntos de
Latinoamérica para acometer contra gobiernos no favorables a Washington. Así es
como sacaron del medio a Cristina Fernández en Argentina, Dilma Roussef en
Brasil, cerraron el camino a Evo Morales en Bolivia y se prepararán condiciones
para defenestrar a Rafael Correa en Ecuador y a Nicolás Maduro en Venezuela.
En Guatemala, podríamos estar tentados de creer que efectivamente corren
nuevos tiempos y que la impunidad comienza a ser acorralada. La oligarquía
tradicional, los medios de comunicación, pero más aún, la Embajada de Estados
Unidos, se enfrascaron en esta lucha sin cuartel contra la corrupción y la
impunidad. De hecho, se asiste regularmente a la captura de algún empresario
mafioso, en general ligado a esos poderes paralelos u ocultos arriba
mencionados. Pareciera que hay una lucha de poderes entre grandes, donde los
grupos de estos “nuevos ricos” van perdiendo la batalla.
Consecuencia de la pulseada, se comienzan a desbaratar algunas de estas
redes, como por ejemplo “La Línea”. Y como símbolo de los nuevos tiempos,
algunos de los dirigentes de estas redes mafiosas van a parar a la cárcel, tal
como sucedió con el expresidente Otto Pérez Molina y la exvicepresidenta Roxana
Baldetti. Pero los poderes ocultos siguen vivos, operativos. Más aún: la
impunidad sigue viva...
Wilder López/Soy502 |
4
La nueva actitud política que pareciera querer abrirse paso: una
transparencia democrática no corrupta que va en contra de la impunidad, es algo
absolutamente novedoso para el país. El Estado-finca que marcó y sigue marcando
la historia nacional, los gobiernos represores y corruptos sin la más mínima
sensibilidad social y la impunidad como práctica dominante (¿qué guatemalteco/a
que esté leyendo este escrito no dio “mordida” alguna vez, o quién no compró
algo de contrabando?, por poner sólo algunos ejemplos), hacen la dinámica
“normalizada” del país. Que el poder es corrupto e impune, ¡ni discutirlo! Es
raro (¿significativo, hay agenda oculta?) que la Embajada de Estados Unidos
ahora se preocupe tanto por esto. El trato de banana country para con un país como Guatemala no ha cambiado en lo
sustancial, de eso que resulte llamativa esta cruzada que esa misma
representación de Washington ahora impulsa con vehemencia. ¿Se está luchando
realmente contra la impunidad y la corrupción, o se trata de las nuevas
“revoluciones de colores”, los “golpes suaves” que la Casa Blanca implementa
para revertir (roll back)
administraciones díscolas y/o no convenientes para su estrategia?
Lo que sí es claro, es que para su política hemisférica, tener estos
grupos delincuenciales al manejo de buena parte de un Estado es una
preocupación, porque ello puede llevar a cierta ingobernabilidad, transformando
países “gobernables” en pequeños Balcanes, en provincias autónomas manejadas
por grupos criminales y pequeños ejércitos locales fueras de control. Algo de
eso ya está sucediendo con el narcotráfico y su manejo de ciertas zonas,
principalmente las fronterizas, en lo que la potencia del norte considera como
su patio trasero, su zona natural de dominio: México y Centroamérica. Tener
esta balcanización, este Afganistán tropical en su frontera sur, con todos los
problemas político-sociales que ello puede traer aparejado, rompe su esquema de
dominio y gobernabilidad. La actual cruzada contra las mafias no responde
precisamente a dictados éticos: es parte de políticas de control. Antes
apoyaban a dictadores corruptos como, por ejemplo, los Somoza en Nicaragua: “Un hijo de puta, pero ‘nuestro’ hijo de puta”,
como dijera el presidente Roosevelt. Este cambio de timón no es azaroso:
¿interesa sinceramente terminar con mafias corruptas como todas las que se
generaron en Guatemala a la sombra del Estado contrainsurgente (La Cofradía, El
Sindicato, La Oficinita, La Línea, el Clan Moreno), o es pura pirotecnia
mediática? ¿Existe real preocupación porque el genio se salió de la lámpara?
La pregunta de base sigue siendo la misma: ¿mandan esos poderes paralelos
en Guatemala? No del todo (Pérez Molina y Baldetti están presos, y no los
empresarios del CACIF, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas,
Comerciales, Industriales y Financieras), pero sin dudas esas mafias no están
terminadas. Definitivamente varias décadas de manejo de los aparatos del Estado
con una lógica de control total como parte de la guerra contrainsurgente y
anticomunista, permitieron al Ejército hacerse de importantes cuotas de poder.
Del manejo de la seguridad del Estado, muchos altos mandos pasaron al manejo de
sectores económicos. Pero siempre en su lógica del manejo de lo que fuera, su
quehacer se entendió como acción encubierta, como práctica semi-clandestina. La
impunidad reinante permitió e hiperpotenció la tendencia. Si así combatieron el
comunismo internacional, permitiéndose cualquier cosa, desapareciendo y
torturando, ¿por qué abandonarían esas prácticas cuando se trató de “hacer plata”?
La economía del Estado-finca no alzó la voz cuando sus guardaespaldas
“limpiaban el país de subversivos ateos”. En eso, los manejos violentos hechos
a sangre y fuego fueron funcionales. Cuando esos manejos pasaron a mover
economías, se tornaron impresentables. No hay que olvidar que las mafias son
mafias, siempre y en cualquier lugar. Mandan un poco, pero el Estado “normal”,
los países “gobernables” necesitan un orden “civilizado” donde lo que prima (al
menos oficialmente) es la ley, el Estado de derecho y no la violencia criminal.
Está claro que para el campo popular, para el gran pobrerío que sobrevive
como puede, con ninguno de estos grupos de poder hay mayor beneficio: ricos
tradicionales o nuevos ricos, la pobreza de las grandes mayorías se mantiene
inalterable. En todo caso, a lo que se asiste hoy en Guatemala, es a una lucha
de espacios de poder entre la formalidad legalizada y estos nuevos sectores
hechos a base de plomo y fuego, amparados en una impunidad histórica y, más
aún, en la impunidad que confiere el seguir manteniendo espacios dentro de la
misma estructura estatal.
Si algo sigue presente sin miras de retirarse, es la impunidad. Eso ya
es práctica normal. Desde el chofer que atraviesa un semáforo en rojo o el
varón separado que no pasa la cuota alimentaria para su hijo, hasta el
empresario que evade impuestos o la amenaza de muerte para la Fiscal General
por “meterse donde no debería”.
En el medio de este clima de impunidad generalizada e histórica, y de
zozobra para el ciudadano de a pie, asistimos al asesinato del capitán Byron Lima, comando Kaibil que participó en la guerra, formalmente detenido en la
cárcel de Pavón, pero de quien se sabía manejaba importantes hilos del crimen
organizado.
Decir impunidad es decir esto que acaba de suceder: un reo como Lima tenía
importantes cuotas de poder, una maquila propia en el
centro de detención, influencia política, aspiraciones presidenciales. Pero al
mismo tiempo, impunidad es la posibilidad que en una operación comando 20
personas fuertemente armadas con equipo de guerra (fusiles de asalto y granadas
de fragmentación) puedan terminar con ese preso. ¿Cómo entró arma de guerra en
una prisión? ¿Quién dio la orden? ¡Eso es la impunidad!
¿A quién conviene esa muerte? Aún es muy prematuro decirlo, pero es
evidente que hay algo más que una mera noticia policial. ¿Lo silenciaron para
que no hablara ahora que CICIG y Ministerio Público están haciendo esta cacería
de corruptos?
El sistema carcelario del país, dominado hace tiempo por los presos y
donde ocurre todo tipo de crímenes ante la mirada pasiva de las autoridades, es
un reflejo de lo que sucede en la sociedad: la impunidad manda.
El monstruo anda suelto y, en las actuales condiciones, nadie sabe cómo
seguirá la historia. Lo cierto es que, como siempre, el que paga el pato es el
pobrerío…
Artículo publicado en el medio digital Aporrea el 21/7/16.
Referencias:
[1] Peacock,
S. y Beltrán, A. (2006) “Poderes ocultos.
Grupos ilegales armados en la Guatemala posconflicto y las fuerzas detrás
de ellos”. Washington: WOLA
[2] Robles Montoya, J. (2002) “El ‘Poder Oculto’”. Guatemala:
Fundación Myrna Mack
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