Vivo en un pequeño pueblo que tiene una formación
rocosa en forma de silla elevada a la distancia como punto de referencia en el
mapa. Veo todos los días al carpintero Ismael, quien labra los acantilados de
la madera; él la teje con sus manos y cincela el hastío. Además, revuelve con
sus dedos el mismo diseño, ese que le dio la seguridad de continuar vivo. Pasa
horas cantándole a la madera para que brille. Esto sucede entre el serrucho y
el siguiente golpe. Hay brisas de sueños intrincados en cada diminuto vaivén
del aserrín. Dedica sus días para hacer las puertas con esa figura triangular
que lo define. Los transeúntes caminan sin darse cuenta de ese diseño repetido
en todas las entradas, puertas sin abismos. Las hace todas así. Sueña con que
todas sean exactamente iguales.
Él la recuerda cuando labra la madera. Ella quiso que
todo camino tuviera otras formas de absorberse y le enseñó sobre los distintos
puntos de ver la vida, sobre el silencio y el tiempo. Los caudales de toda
decisión pueden caminar en una o más direcciones. Tallar es un arte extenso e
infinito. Él inscribe en la madera frenéticamente, mata sus dudas en cada
rincón, escucha en el polvo una canción de Silvio y le pide a la siguiente
puerta que comparta la decisión correcta para quien la abra. Un día, le
dijeron: “has hecho que todas las puertas sean iguales”.
Así él respira aquí, entre puertas y decisiones.
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Andrea Torselli TRAZOS DE LUZ
Máster en Administración de Empresas con estudios en Ciencias Políticas. Fotógrafa profesional |
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