martes, 28 de junio de 2016

Con quién te vas a casar

POR HAEL LÓPEZ 



Escucho a dos de mis primas hablar. Una de 10 años y la otra de 11. La más pequeña, dice: “Yo me pregunto si de grande seré igual de bonita o más”. Hace una pausa. “Qué voy a hacer, o con quién me voy a casar”. Las posibilidades de considerar graciosa la inocencia con la que hablaba se cortaron de repente con la última parte. A los 10 años, ella se pregunta con quién se va a casar... 

Foto: Virxilio Vieitez

La verdad es que no puedo recordar cuáles eran mis preocupaciones cuando tenía 10 años y, siendo sincera, debo admitir que probablemente no eran tan diferentes a las de mi prima porque, después de todo, yo estaba rodeada también por películas de princesas y sus príncipes azules, de romance, caballos blancos, castillos y finales felices, así que es probable que también me haya preguntado en mi niñez con quién me iba a casar. 

A partir de esto, recordé cuando tenía 12 o 13 años y me reunía con mis compañeras de clase en el recreo para hablar de lo que queríamos en el futuro: la mayoría quería casarse con un doctor o con un ingeniero. Cuando llegaba mi turno, decía que no sabía y alguna otra, emocionada, tomaba el turno para contar cómo era su esposo ideal y cuántos hijos quería tener; algunas hasta habían elegido los nombres. Entonces yo me debatía por dentro preguntándome con quién podría querer casarme e imaginaba que tenía que ser alguien a quien le gustaran los animales, como a mí, así que tal vez iba a ser veterinario (que era también lo que yo quería ser), pero surgía otra duda: ¿cómo podía tener un esposo que iba a trabajar todo el tiempo, igual que yo? Y pensaba además, que si teníamos el mismo trabajo, debía ser en lugares diferentes porque yo no quería ser su jefa; ni siquiera admitía la posibilidad de que él lo fuera. Con todo esto, no podía decidir (a los 12 o 13 años) con quién iba a casarme y suponía que de cualquier forma tenía tiempo para pensarlo.
 
Cuando tenía 17, como parte del seminario para mi graduación, debía escribir mi proyecto de vida que consistía básicamente en planear una carrera y una familia bajo principios cristianos, igual que todos mis compañeros. Y sé que era igual al de mis compañeros porque tuve que preguntarles antes de poder escribir el mío, ya que mis planes no estaban definidos aún: además de saber qué carrera universitaria quería (que no es la que ahora estudio, por cierto), no había decidido aún cuál era mi "esposo ideal" o el nombre de mi primer hijo, como sí parecían saberlo muchos de mis compañeros. Recordé también el caso de una amiga que tuvo que repetir su proyecto varias veces por “falta de valores”, ya que no incluía el elemento familiar en sus planes de futuro. Ahora, a los casi 22 años y cuando menciono a mis tíos, tías y abuelas que no quiero casarme o tener hijos, las respuestas usuales son: “ya va a cambiar de opinión”, “ya va a madurar” o incluso “ya le va a llegar su macho y veremos”.

Solemos decir con orgullo y como prueba de nuestro “progreso” o "evolución” que ya estamos en el siglo xxi, que los tiempos han cambiado, que las cosas no son como antes. En este siglo 21, las tecnologías de comunicación han permitido una mayor difusión de información e ideas. El feminismo ha sido una de ellas y ha ganado de esa forma adeptos y enemigos. Entre los enemigos están aquellos que consideran que el feminismo es también un pensamiento retrógrada, que es algo ya superado porque las mujeres tenemos ahora “los mismos derechos que los hombres” (como si “hombre” fuera el estándar adecuado para decidir la adscripción de derechos) y que deberíamos dejar de dividirnos y hablar más bien de “humanismo”, porque las diferencias están ya superadas. 

Estas personas probablemente no se detengan a pensar que esa supuesta “igualdad” es más un recurso teórico que una realidad. En la práctica, hombres y mujeres siguen siendo criados y criadas de acuerdo a un estándar de lo que cada uno debe ser, un estándar que tiene su máxima idealización y representación en esas historias románticas de princesas hermosas que esperan a que su príncipe azul llegue a salvarlas y completar su vida.

Sí, es cierto que actualmente la ley no va a negarle el acceso a la educación a una mujer por ser mujer. Pero también es cierto que el analfabetismo afecta de forma especial a las mujeres (y más a las mujeres indígenas) en nuestro país. Es cierto también que aunque muchas mujeres se gradúan de la universidad, no llegan a ejercer su profesión luego de casarse porque se dedican a ser esposas, madres o amas de casa. También es cierto que las mujeres en todo el mundo ganan menos dinero por el mismo trabajo y bajo las mismas condiciones que un hombre, aunque la ley no la limite a trabajar. Y las mujeres enfrentan dificultades para ser contratadas en ciertos ambientes debido a que los empleadores consideran un problema que ellas sean capaces de embarazarse.

Es cierto que en el siglo 21 tengo la libertad de votar, pero también es cierto que la participación de la mujeres en política es, no sólo inferior, sino casi nula frente a la participación de los hombres, y que los puestos ocupados por estos son más importantes que los que han ocupado mujeres a lo largo de la historia. Es cierto que tengo la libertad de elegir qué ropa ponerme, si quiero casarme o si quiero tener hijos, pero también es cierto que en el siglo 21 la gente mayor y también mucha gente de mi edad, seguirá pensando que debo verme de cierta forma para que me consideren “respetable” y que para ser una “verdadera mujer”, una “mujer completa”, debo casarme y tener hijos. Lo peor es que en pleno siglo 21 se sigue enseñando que esas cosas deben ser así: las principales instituciones sociales de producción y reproducción ideológica, como la escuela o la iglesia, siguen enseñando que una mujer debe ser sumisa, que debe ser pasiva, callada, respetuosa, hogareña, dedicada a los demás, que debe ser delicada, tierna, dulce… 

Es cierto que es el siglo 21 y que las cosas están cambiando poco a poco. Pero hace 5 años yo aún corría el riesgo de que me expulsaran del colegio porque no me comportaba o vestía como “señorita”; en el siglo 21, sigo teniendo que cuidarme cuando camino sola por la calle (sin importar la hora o el lugar). En el siglo 21, cuando mis familiares conocieron a mi último novio, pensaron que debían tener una plática conmigo porque yo debía aprender a “tratarlo bien”, porque cada vez que hay una reunión familiar, los hombres se sientan a esperar que sus mujeres les sirvan la comida y los obedezcan como un ejemplo de lo buenas mujeres que son. Ese es el ejemplo y, más que eso, la “autoridad”, que estas niñas de 10 años tienen. 

La guía moral, práctica, cultural, romántica: la imagen de una mujer “exitosa” es aquella que ama a su esposo y a sus hijos, independientemente de si estudia o trabaja, porque sus cuestionamientos e inquietudes de la infancia se refieren a este tipo de vida. Estos son los sueños que la llenan de ilusión y los que tratará de satisfacer. En el siglo 21, ella seguirá esperando a su príncipe azul, que llegará en un caballo blanco y reducirá su felicidad a aquello que los cuentos de hadas le han enseñado.

Sí, en el siglo 21 una niña de 10 años tiene más posibilidades que su madre de desarrollarse individualmente y de romper con esas tradiciones que la atan y la condicionan, pero aún debe cargar con un gran peso moral, con el miedo al rechazo social o de su familia, con el estigma de ser llamada “solterona” si se pasan “sus mejores años” sin encontrar un hombre, de quedarse sola toda la vida si no tiene hijos antes de que su cuerpo empiece a decaer, de ser llamada “puta” por atreverse a verse o disfrutar de su cuerpo de forma distinta, el miedo de cargar con el pecado por no ser sumisa como la biblia manda, o de no encontrar nunca su final feliz por atreverse a ser exigente en la búsqueda de su "príncipe", o que este nunca llegue y ella viva toda su vida sin su "otra mitad".

En el siglo 21, la tradición sigue justificando la desigualdad, la injusticia, la opresión. No se puede detener el paso del tiempo, pero esos “valores” conservadores han logrado perdurar, establecerse y funcionar como anclas para sostener nuestra realidad social exactamente en donde está. Las mentes oxidadas de los siglos pasados siguen aferrándose al poder y transmitiendo por distintos mecanismos aquello que consideran “correcto”, aun frente a las posibilidades de cambio que se despliegan ante nosotros en esta nueva era. Esta nueva generación que tiene las oportunidades que sus padres no tuvieron, tiene también la responsabilidad de ejercer el poder, entrar a los espacios adecuados y generar el cambio para que las generaciones que siguen no tengan que seguir enfrentándose a las mismas dificultades... 

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Yo ahora me siento en la libertad de pensar por mí misma, aun frente al rechazo de mi familia y sus constantes presiones, y decidir que no quiero casarme ni tener hijos (además de poder entender que esas cosas no tienen que estar necesariamente relacionadas y que desear esto tampoco está mal), pero también pienso en que no me gustaría tener una hija que se va a preguntar a los 10, a los 12, a los 16, a los 25, a los 30 si va a encontrar al “hombre perfecto” para casarse y ser “feliz”. No quisiera tener una hija que va a crecer pensando que debe ser una princesa perfecta para que alguien la quiera. No quisiera tener una hija que va a sentir la misma confusión, el mismo miedo a romper las reglas y la misma soledad que yo he sentido también algunas veces al saber que no tengo el apoyo del mundo alrededor. No quiero tener una hija, pero si la tuviera, quisiera que ella creciera en un ambiente donde pueda ser fuerte y libre para decidir, sin un ideal irrealizable y opresivo, sin imposiciones o la necesidad de encontrar a alguien más para estar “realizada”.

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Socióloga en proceso. Tratando de vivir de acuerdo al respeto y admiración que me inspiran el mundo animal y natural; intentando entender la complejidad de nuestro mundo social. Firme creyente en las utopías y el poder de la conciencia sobre nuestros actos




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