¿Usted me va a dar clases?, pregunté. Me llamo Ixq’ayw, le dije al
maestro mientras me acercaba a él. Tenía los nervios apretándome la panza
mientras miraba al maestro parado en la puerta de la clase. Él era un hombre
joven, con la mirada de esperanza y la simpatía de un caminante que regresa de
su viaje por el ‘abc’ y el ‘un-dos-tres’. Me apretaban las tripas en
mi primer día de clases, pero me aguantaba porque sabía que ese día era de
alegría. A la pregunta que hice, el maestro respondió con la mirada brillante y
la sonrisa cristalina. Y moviendo la cabeza de arriba para abajo, intuí en el
fondo un sí: placentero y cálido frente a su figura gallarda y sutil.
Detrás de mí se encontraba un niño con la mirada perdida ante la
inmensidad de la escuela. Él era un niño tímido y taciturno. Me pude dar cuenta
que una curva se dibujada en su rostro pero la sorpresa de mi mirada lo sonrojó.
En él se oía el sonido fuerte del tambor de los corazones ingenuos y sencillos
de la niñez abierta para aprender. Él tenía un cuaderno viejo que apretaba
entre sus dos manos y el pecho. Me dio la impresión que esas hojas amarillentas
se movían, que en su interior estaban llenas de vida, que al moverse con su
respirar iba a nacer la lucidez en nuestras cabecitas despeinadas y piojentas,
llenas de tierrita de la tapixca de
ayer. Pero en el cuaderno percudido, con las puntas de las hojas acolochadas,
se observaba únicamente el trazo tembloroso de la letra ‘a’. El niño de corazón
de tambor, en sus manos agarraba un lápiz gastado y acabado hasta la mitad de
tanta punta que le hacía.
¿Cómo te llamas?, le pregunté. Ajtum, como el tambor, respondió. Tal
como suena su corazón, pensé en voz baja. Luego, me preguntó: Y tú, ¿cómo te
llamas? Respondí Ixq’ayw, como el gruñir del jaguar. Nos regalamos una sonrisa
tímida de amistad y luego entramos a la clase. La clase estaba llena de
pupitres en donde se veían lindos dibujos de amigas y amigos que conocía esa
aula, y de carteles por los maestros y maestras de antaño. Dentro del aula, el
regocijo era inmenso: risitas por aquí, risitas por allá; corríamos, reíamos y
los niños y niñas que aún estaban asustados poco a poco se incorporaron a las
travesuras del día.
Salgamos a jugar Ajtum, grité alegremente. Él corrió tras de mí, directo
al barranco que se encontraba detrás de la escuela. Volábamos por las montañas
y navegábamos entre los barrancos de Momostenango. Nos resbalábamos sobre el
pino seco que alfombraba los terrenos del pueblo. Vimos cómo una manada de
animales de todos los colores corría al compás de un hermoso son que
ejecutábamos con baquetas imaginarias y que acompañaba la voz ronca de Ajtum.
El cielo era celeste y los cipreses eran inmensos, daban la impresión de ser
bejucos que nos podían llevar al Sol. La alegría de los pájaros se escuchaba en
sus cantos alegóricos, eran las más hermosas aves que nos pronunciaban letras
que todavía no conocíamos.
Regresamos como peces a través del río, mojados de alegría por conocer
todo un mundo dispuesto a mostrarnos lo mejor de esta vida. Medio cansados, nos
sentamos en una piedra para respirar profundo y esperar tomar fuerzas para
seguir en la aventura. Fue cuando Ajtum me comentó que su maestra era la más
hermosa de todas, que ella le ponía mucha atención y le ensañaba cosas que él
no sabía. Me dijo con pena: Un día en clase estaba tan entretenido leyendo un
libro con tanta atención, y de repente mi maestra me llamó y yo pasmado le dije:
‘Mamá’. Ella me sonrió con la gracia de una madre y yo me disculpé diciéndole:
‘me confundí, pero de todos modos usted es mi mamá’. Su anécdota y confusión me
causa una gran carcajada, que me oriné al instante por no poder contener mi
alegría.
En ese instante, desde el fondo de la clase se escuchó el llamado del
profesor quien con una flauta invitaba a las alumnas y alumnos a aprender la
‘a’ y el ‘un-dos-tres’. Corrí con
todas mis fuerzas, quería ser la primera en llegar con el profesor. Respiré
profundo y grité para apartar de mí todo muro que me impidiera llegar a él. Mis
risas y gritos se confundían entre la alegría de todos mis nuevos amigos y
amigas. Llegué con la fuerza del viento y el respiro de esta vida para abrazar
las piernas del profesor. Al abrazarlo, le dije a mis amigas: ‘Es mío el
Profe’. Él sonrió y abrazó a todos y todas. Su risa nos enseñó que, cuando se
ama una tarea, esta llega a ser la mayor satisfacción que se puede tener en
esta vida…
Semana.com |
Seguí suspirando y mis labios dibujaban una sonrisa mientras mis ojos
permanecían cerrados. Fue cuando la bella voz de mi padre, que se dirigía al
comercio, me decía: Ixq’yaw, levantáte. Hoy es tu primer día de clases... Corrí
con tanta emoción, porque quería ver por primera vez a ese profesor que soñé
alegre y gallardo. Me apresuré a vestirme, apretarme el corte y trenzarme el
pelo. Me tragué los frijoles con premura y avancé con la musiquita de la flauta
que en mi cabeza se repetía con tanta alegría. Era la cancioncita que el
profesor tocaba para entrar a clases. Llegué a la escuela y encontré a esa
persona que me enseñaría las letras y los números que dicen que son de otros y
no de nuestros abuelos, pero que es necesario aprender para poder vivir en este
país. ¿Usted me va a dar clases?, pregunté. Sí, respondió la maestra, quien era
la más hermosa de todas las docentes. Con alegría la abracé y le comenté que
había soñado a un profesor garbo... Yo pensaba encontrarlo hoy acá y también a mi
amigo Ajtum, le dije. Le describí cómo eran y la escuela donde jugábamos: tal
como lo había soñado. Ella se extrañó y me contó que su bisabuelo había tenido
a un alumno con esa descripción y con las imágenes de la escuela del sueño. La maestra,
con expresión de rareza, dedujo para sí: Esa esa toda la descripción de mi
bisabuelo en 1871, cuando llegaron por primera vez los maestros a castellanizar
a los momostecos y es la descripción de aquel niño que fue el primero en leer y
escribir, y que ahora es mi suegro.
Desde ese día, el
gran sueño que había tenido se empezaba a convertir en realidad…
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Bertha Abac
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Bertha Abac
La profesora Abac en su salón de clases de la Escuela Santa Isabel de Momostenango, 2016. Foto: Jesus Abac |
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