jueves, 23 de junio de 2016

Como la fuerza del viento y el respiro de esta vida




          ¿Usted me va a dar clases?, pregunté. Me llamo Ixq’ayw, le dije al maestro mientras me acercaba a él. Tenía los nervios apretándome la panza mientras miraba al maestro parado en la puerta de la clase. Él era un hombre joven, con la mirada de esperanza y la simpatía de un caminante que regresa de su viaje por el ‘abc’ y el ‘un-dos-tres’. Me apretaban las tripas en mi primer día de clases, pero me aguantaba porque sabía que ese día era de alegría. A la pregunta que hice, el maestro respondió con la mirada brillante y la sonrisa cristalina. Y moviendo la cabeza de arriba para abajo, intuí en el fondo un sí: placentero y cálido frente a su figura gallarda y sutil.

Detrás de mí se encontraba un niño con la mirada perdida ante la inmensidad de la escuela. Él era un niño tímido y taciturno. Me pude dar cuenta que una curva se dibujada en su rostro pero la sorpresa de mi mirada lo sonrojó. En él se oía el sonido fuerte del tambor de los corazones ingenuos y sencillos de la niñez abierta para aprender. Él tenía un cuaderno viejo que apretaba entre sus dos manos y el pecho. Me dio la impresión que esas hojas amarillentas se movían, que en su interior estaban llenas de vida, que al moverse con su respirar iba a nacer la lucidez en nuestras cabecitas despeinadas y piojentas, llenas de tierrita de la tapixca de ayer. Pero en el cuaderno percudido, con las puntas de las hojas acolochadas, se observaba únicamente el trazo tembloroso de la letra ‘a’. El niño de corazón de tambor, en sus manos agarraba un lápiz gastado y acabado hasta la mitad de tanta punta que le hacía.

¿Cómo te llamas?, le pregunté. Ajtum, como el tambor, respondió. Tal como suena su corazón, pensé en voz baja. Luego, me preguntó: Y tú, ¿cómo te llamas? Respondí Ixq’ayw, como el gruñir del jaguar. Nos regalamos una sonrisa tímida de amistad y luego entramos a la clase. La clase estaba llena de pupitres en donde se veían lindos dibujos de amigas y amigos que conocía esa aula, y de carteles por los maestros y maestras de antaño. Dentro del aula, el regocijo era inmenso: risitas por aquí, risitas por allá; corríamos, reíamos y los niños y niñas que aún estaban asustados poco a poco se incorporaron a las travesuras del día.

Salgamos a jugar Ajtum, grité alegremente. Él corrió tras de mí, directo al barranco que se encontraba detrás de la escuela. Volábamos por las montañas y navegábamos entre los barrancos de Momostenango. Nos resbalábamos sobre el pino seco que alfombraba los terrenos del pueblo. Vimos cómo una manada de animales de todos los colores corría al compás de un hermoso son que ejecutábamos con baquetas imaginarias y que acompañaba la voz ronca de Ajtum. El cielo era celeste y los cipreses eran inmensos, daban la impresión de ser bejucos que nos podían llevar al Sol. La alegría de los pájaros se escuchaba en sus cantos alegóricos, eran las más hermosas aves que nos pronunciaban letras que todavía no conocíamos.

Regresamos como peces a través del río, mojados de alegría por conocer todo un mundo dispuesto a mostrarnos lo mejor de esta vida. Medio cansados, nos sentamos en una piedra para respirar profundo y esperar tomar fuerzas para seguir en la aventura. Fue cuando Ajtum me comentó que su maestra era la más hermosa de todas, que ella le ponía mucha atención y le ensañaba cosas que él no sabía. Me dijo con pena: Un día en clase estaba tan entretenido leyendo un libro con tanta atención, y de repente mi maestra me llamó y yo pasmado le dije: ‘Mamá’. Ella me sonrió con la gracia de una madre y yo me disculpé diciéndole: ‘me confundí, pero de todos modos usted es mi mamá’. Su anécdota y confusión me causa una gran carcajada, que me oriné al instante por no poder contener mi alegría.

En ese instante, desde el fondo de la clase se escuchó el llamado del profesor quien con una flauta invitaba a las alumnas y alumnos a aprender la ‘a’ y el ‘un-dos-tres’. Corrí con todas mis fuerzas, quería ser la primera en llegar con el profesor. Respiré profundo y grité para apartar de mí todo muro que me impidiera llegar a él. Mis risas y gritos se confundían entre la alegría de todos mis nuevos amigos y amigas. Llegué con la fuerza del viento y el respiro de esta vida para abrazar las piernas del profesor. Al abrazarlo, le dije a mis amigas: ‘Es mío el Profe’. Él sonrió y abrazó a todos y todas. Su risa nos enseñó que, cuando se ama una tarea, esta llega a ser la mayor satisfacción que se puede tener en esta vida… 

Semana.com
Seguí suspirando y mis labios dibujaban una sonrisa mientras mis ojos permanecían cerrados. Fue cuando la bella voz de mi padre, que se dirigía al comercio, me decía: Ixq’yaw, levantáte. Hoy es tu primer día de clases... Corrí con tanta emoción, porque quería ver por primera vez a ese profesor que soñé alegre y gallardo. Me apresuré a vestirme, apretarme el corte y trenzarme el pelo. Me tragué los frijoles con premura y avancé con la musiquita de la flauta que en mi cabeza se repetía con tanta alegría. Era la cancioncita que el profesor tocaba para entrar a clases. Llegué a la escuela y encontré a esa persona que me enseñaría las letras y los números que dicen que son de otros y no de nuestros abuelos, pero que es necesario aprender para poder vivir en este país. ¿Usted me va a dar clases?, pregunté. Sí, respondió la maestra, quien era la más hermosa de todas las docentes. Con alegría la abracé y le comenté que había soñado a un profesor garbo... Yo pensaba encontrarlo hoy acá y también a mi amigo Ajtum, le dije. Le describí cómo eran y la escuela donde jugábamos: tal como lo había soñado. Ella se extrañó y me contó que su bisabuelo había tenido a un alumno con esa descripción y con las imágenes de la escuela del sueño. La maestra, con expresión de rareza, dedujo para sí: Esa esa toda la descripción de mi bisabuelo en 1871, cuando llegaron por primera vez los maestros a castellanizar a los momostecos y es la descripción de aquel niño que fue el primero en leer y escribir, y que ahora es mi suegro.

Desde ese día, el gran sueño que había tenido se empezaba a convertir en realidad… 

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Bertha Abac  

La profesora Abac en su salón de clases de la Escuela Santa Isabel de Momostenango, 2016. Foto: Jesus Abac

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