domingo, 8 de febrero de 2015

Me robaron el cielo



POR CHRISTIAN RODRÍGUEZ 



Días antes de iniciar mi viaje hacia el otro lado del charco recuerdo que todavía ayudé a cargar baldes de agua hasta mi casa en la zona 18.



En temporada seca nos teníamos que partir la columna para transportarla desde otro barrio o desde el camión de la muni que bondadosamente llegaba a «regalárnosla».



Dos días más tarde, ya estaba viajando para reunirme con mi esposa para iniciar juntos una nueva vida, en una lejana región del País Vasco que ciertamente no es un país pero debería serlo.



Durante las interminables horas de vuelo mi mente estuvo en blanco. Dejaba atrás un buen trabajo, un pequeño negocio, amigos, familia y una tierra que adoraba.



Salí de mi dormidera cuando llegué a lo que sería mi nuevo hogar, un apartamento en un edificio de varias plantas en donde viven todas las personas apiladas y amontonadas en espacios sumamente reducidos como si fuera una colmena.



¿Cómo hacen las personas para cargar el agua hasta allí arriba?, fue lo primero que pensé. Pero aquí el agua sale del grifo a borbotones y según he visto en los últimos años, ni un solo día ha faltado el servicio.



Además el agua aquí es más barata, incluso gratuita; y se puede beber directamente del chorro.



Por todos los parques y esquinas hay fuentes para beber y sin pagar.



Alguien me dijo una vez en Guatemala que en Europa una botella de agua podía costar el equivalente a Q20 y es cierto, pero ¿quién necesita comprar agua aquí? Nadie.



Lo del agua fue una «pasada», pero había más detalles que a cada momento me iban sorprendiendo más y más.



Por ejemplo, me fijé en las ventanas de las casas y los comercios. No había rejas ni alambre espigado sobre los muros, ni guardias de seguridad.



Por las calles nadie iba armado ni las agencias bancarias tenían personal de seguridad, ¡no hay armas! Algo está mal aquí, pensé. ¿Y si hay un asalto?, ¿una extorsión?, ¿un ataque terrorista?, ¿un mendigo que se quiera robar las flores?, ¿o dos en una moto? ¿Cómo se defienden ante tales amenazas?, me pregunté.



De donde vengo la cosa no funciona así.



Dejamos de construir casas bonitas para dar paso a fortalezas y cárceles de muros altos para esconder lo que hay adentro.



Las ventanas están bloqueadas con rejas para que nadie entre, y si entra, para que no salga.



Es mejor que no sea bonita la casa. Podría levantar envidias entre los vecinos que nos acechan.



Circulamos nuestras propiedades con enmarañados cables repletos de cuchillas de acero. Y si no hay pisto, pues los chayes son de gran utilidad.


Aparte, pedimos a gritos que el ejército patrulle todo el día y aún así hubo casi 17 asesinatos diarios en la capital en 2014.



Tenemos ahora que armamos ¿no? Las armas son efectivas. Si no, fíjese usted en el entelerido guardia de seguridad con esa escopeta que es casi de su tamaño. Nadie se va a atrever a robar los ricitos que custodia.



Durante mis primeros días en Euskal Herria me sentí totalmente paranoico. No podía evitar voltear a ver atrás. Estaba siempre alerta a cualquier intento de robo, ataque o secuestro. Pero aquí nadie me persigue y seguro nadie tiene intenciones de hacer algún daño a nadie. De todos modos mis miedos siguen allí, y no dejo de hacerme a un lado cuando pasa un perro. Aquí no atacan, no tienen rabia y ni siquiera jiote. Son perros finos y más limpios que los patojos de Guatemala.


Me detengo bruscamente cuando veo un carro para que no me atropelle. Qué tonto soy, si aquí quien lleva la vía es el peatón y todo el mundo respeta esa norma. Los automovilistas se detienen y ves cómo te saludan cordialmente porque aquí nadie se esconde detrás de polarizados.



Poco a poco voy entendiendo que aquí no se pierde el tiempo en esconderse, huir o protegerse. No se gasta energías en miedos. ¿Para qué? Aquí no pasa nada. Nadie sacará una pistola, cuchillo o una tortilla tiesa para robarte. Aquí no hay violencia, y sobre los pocos casos que he escuchado en estos años sé que en la gran mayoría el victimario ya está cumpliendo condena.



Pero en mi bella Guatemala no es así. Sigo llorando los muertos de muy buenas amistades, vecinos y familiares. Asesinados por atropellos, errores médicos, extorsiones, venganzas, robos y hasta por líos amorosos, y nadie dice nada aunque conozca a los culpables.



No hay denuncias, no se quieren meter a clavos; así que dejan libres a ladrones, mareros, extorsionistas, violadores, militares genocidas… y ellos bien gracias continúan como si nada sembrando el terror y hasta les votamos en las elecciones.



En mi nuevo mundo todo es tranquilidad aunque la gente se queje porque hace calor, frío o porque no sale el sol. En estas regiones son muy preciados los días soleados porque son pocos al año.



Recuerdo que una vez esperé casi tres meses para ver al astro rey. Ése día todas las personas salieron a la calle pero yo me refugié en un bar-restaurante porque el sol pegaba muy fuerte.



Adentro estaba vacío, la clientela estaba en las mesas en medio de la calle. Aquí ser moreno es un atractivo y todo el mundo quiere serlo. Por eso aprovechan cuando sale el sol para broncearse, aunque la mayoría acabe con piel de tono y textura semejantes a los de una tortilla de maíz tostada.



Revisé las bebidas, y para una persona abstemia como yo; no había muchas opciones. Vi una larga lista de vinos y cervezas. Me decidí por un café, que por cierto tenía sabor a arsénico.



Mientras hago el «mate» de que me lo estoy bebiendo, aprovecho para repasar el periódico. Me lo leí casi entero.



En Guatemala rara vez leía periódicos porque el poco texto que traen por lo general es mediocre y lo compensan con muchas fotos de políticos mediocres, asesinatos, fútbol y mujeres pechugonas que medio enseñan pero no enseñan nada, mientras te venden una marca de teléfonos, gaseosas o están apoyando a algún equipo de fútbol (masculino, por supuesto).



Los textos más largos son de columnistas que se dedican a chismosear, discriminar, sembrar odio y miedo; así que no hay nada bueno que leer en ellos.



Los periódicos europeos me daban la impresión de ser distintos, al menos el que tenía en la mano lo era.



Tenían artículos de opiniones bien fundamentadas, sin chismes. Se cuidaban mucho de no utilizar palabras sexistas, racistas, xenofóbicas u homofóbicas. Había estudios científicos avalados por instituciones serias. El fútbol no podía faltar, claro, pero había bastante espacio para otros deportes, incluso para la escalada, el montañismo y deportes no competitivos tanto de categorías mayores como menores y hasta estudiantiles.



Eso sí, vi un par de páginas dedicadas a anuncios explícitamente sexuales que al principio pensé que eran clases de idiomas porque ofrecían francés y griego. En definitiva, periódicos sumamente cultos y sin violencia.



Ni siquiera los perros son violentos aquí (como ya había dicho). Son tan mansos, tan amigables, tan miedosos, tan… tan pusilánimes. Los tienen que cuidar, vestir y bañar. Se alimentan y viven mejor que cualquier niño o niña de Guatemala.



Aquel mismo día soleado vi a un perro cagar en la calle, y allí estaba la dueña recogiendo el «chirulo» con una bolsa plástica, lo cual me pareció una buena acción. Lo malo es que las baldosas de todas las calles de Bilbao tienen surcos en forma de flor y algo de mierda siempre se queda. Acto seguido, la señora delicadamente le limpió el culo al perro con papel higiénico de florecitas y olor a pétalos de rosa. ¡Por favor! 



En Guatemala aunque tengan dueño se tienen que cuidar a sí mismos mientras esconden sus huesos para no compartirlos. Son salvajes, ladran, roban, sacan espuma por la boca cuando alguien desconocido se les acerca. También dejan todo lleno de mierda, orín y vómito. 

Sí. Si así son muchos de los humanos también, ya se podrá imaginar usted cómo son los perros de Guatemala. 



 





Christian Rodríguez      DE SIMAS Y CIMAS


     



    


Nací en 1976.


Crecí en la zona 18 influenciado por la pobreza, las injusticias sociales, la falta de oportunidades y la constante amenaza de la violencia de la guerra y las pandillas. 


 


Para escapar me fui a probar suerte a las montañas.


 


Más de 400 ascendidas en Europa, África y América.


 


Entrené muy duro: «Potencia» acarreando agua hasta mi casa. «Resistencia» colgándome de las ventanas de viejos autobuses para ir a estudiar y trabajar. «Velocidad» huyendo de la delincuencia común.    


Migré a tierras vascas (2009) siguiendo el amor.


Soy guía de montaña titulado en Europa, conferencista, galardonado escritor y fotógrafo. 

Además, presidente de una ONG con proyectos de cooperación y becas estudiantiles en Guatemala y organizador de programas de montañismo para migrantes, personas con discapacidad o sin hogar.  


«Guatemalteco Ilustre 2014» aunque no sé por qué sinceramente. De «ilustre» no tengo nada y de «guatemalteco» me queda poco. Me considero ciudadano del mundo.























Foto: perfil de Facebook. 

3 comentarios:

  1. Un relato lindo, me gusta y sip, te entiendo con lo de los chuchos y los chirulos.

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  2. Felicitaciones, Christian, me alegro de que te lancés a compartirnos tus experiencias, por acá te estaremos leyendo! Un abrazo grande para vos! Raúl de la Horra.

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  3. Seguiré leyendo tu blog. Gracias por compartir tus vivencias.

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