POR ALVARO ARMAS
Aquel que está al tanto de los fenómenos culturales,
sociales y políticos de este país sabe que este es año electoral.
Se ha anunciado que el 13 de septiembre se celebrará una
de las llamadas “fiestas cívicas” donde
se elegirán a las nuevas autoridades que
durante cuatro años decidirán (en conjunto con sus redes) lo que habrá de
acontecer.
Por eso considero importante reflexionar brevemente
sobre lo que la autoridad representa para este país.
Octavio Paz hace un retrato de la identidad mexicana en
su magistral ensayo El laberinto de la
soledad (1950).
Con este trabajo puede verse reflejada la
idiosincrasia del guatemalteco, ya que los procesos de invasión y colonia son
parecidos en ambos países.
En su capítulo quinto, al referirse a los “hijos de la
Malinche”, habla de la “Chingada”.
La Chingada (además de sus tantas significaciones) es
el ultraje. Un factor clave que generó la confusión histórica que sigue
modelando nuestra sociedad.
De ese ultraje se deduce la imagen borrosa y
fantasmagórica que heredamos para identificar a la autoridad (tan despreciada pero al mismo tiempo tan amada), a
la cual nos dirigimos con indiferencia, con miedo, con adulación y hasta con
pleitesía pues no la vemos con claridad.
Es una autoridad que no se basa en el respeto y la confianza
sino en el despotismo, los privilegios y el desconocimiento.
También la Chingada es pasar por encima de los demás porque
eso se justifica y se ve bien.
Eso es ser inteligente o un “chingón”. Es pasárselo
bien por sobre todas las cosas. Es el amor a la fiesta, pues en ella se lava
cualquier preocupación. Es el aliciente para esta realidad dura y que duele y por
lo cual hay que “chingar”; porque aunque se le echen muchas ganas “las cosas
están de la chingada” y no mejorarán.
Pero la Chingada también es la traición. Es el
dispositivo que nació como medio para sobrevivir, y sigue funcionando como
fórmula para reproducir el poder despótico y desgarrador del tejido social.
El guatemalteco es reproductor de esos mecanismos
donde el trabajo corporativo y en equipo se torna imposible.
Visto así, el guatemalteco posee una fórmula con
respecto a sus autoridades que se niega a desplazar. Una que repite cada cuatro
años con la esperanza de que las cosas mejorarán, pero al mismo tiempo y cual
profecía va alimentando este círculo vicioso que lo condena a una vida nada
alentadora.
Hay una actitud de resignación donde no hay espacio
para el cambio cualitativo o cuantitativo.
Tiene una forma de ser que no permite que cualquier
deseo colectivo pueda cumplirse. La impotencia se apodera de todos y nadie se
hace responsable.
Eso mismo hacen las autoridades, no aceptan ni asumen
el rol para el que se las elige. Para todos ha caído una especie de autosabotaje.
Lejos queda para el guatemalteco aquello que remendaba
Giovanni Sartori cuando argumentaba que: “El único modo de resolver los
problemas es conociéndolos, saber que existen. El simplismo los cancela y, así,
los agrava”. O lo que por otro lado Carl Jung entendería como el proceso más
revolucionario: “Hacer consciente lo inconsciente”.
La cultura política que se posee, alimentada por
analfabetismo político; no deja dar ese
paso tan importante, quedando la acción colectiva muy lejos.
El actuar de nuestras autoridades es el reflejo de
nuestra cultura. Somos nosotros mismos en el poder. Sin advertirlo
alimentamos esos dispositivos que justifican su existencia, demostrando así
nuestra incapacidad para cuestionar su actuar y esas viejas y nuevas formas de
ser y de hacer.
Somos esa especie de “servidumbre voluntaria” de la
que célebremente escribiera Étienne de La Boétie.
Alvaro Armas
LACONÍAS
Huehueteco, pedagogo, politólogo y gestor cultural
He estado en diversos proyectos artísticos, de educación
y políticos
Gusto de la lectura, creo en todas aquellas acciones
de incidencia política, creativas y generadoras de vida
Foto: perfil de Facebook.
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