jueves, 22 de septiembre de 2016

Los días iluminados



Para leer con Wassermannmusik de fondo




Imagen: Yvonne Fernández Iturgaitz, fotoperiodista

La habitación es pequeña. Hay dos lámparas, sobre la mesa, encendidas. Un tragaluz sucio confunde la luz y la desgarra. A veces se pregunta si algún día quedará ciega de tanto ver el reflejo del sol dibujado en las esquinas.

No le gusta quedarse a oscuras. Es temprano, pero siempre debe haber luces artificiales, luces de ciudad, a veces; luces de ojos, en otras. Le gusta ver a los hombres directamente; no sabe bien por qué. Toda la verborrea de las demás y el empoderamiento le aburren; sabe que la igualdad es un mito: la luz de este sol, de este mismo sol, no brilla sobre Lutz.

No visita su tumba a menudo. Lutz se ha quedado solo, pero no importa. En Albania, sobre la vereda, del otro lado del río, por sobre las montañas, a través de las cuevas, hay una cruz. No es en memoria de él. Es el recuerdo del hombre que mató. Nunca supieron bien cómo se llamaba, pero esa tarde silbaba el primer movimiento del Quattro Passi. A su padre no le pareció singular el hecho.

El hombre caminaba despacio y ella y Lutz lo saludaron desde arriba. Los vio; sonrió pero no se detuvo.

Ahora mismo se ve los pies: los pies tibios y secos son señales de civilización. Los normandos y el que cruzó el Rubicón y dijo alea iacta est, los españoles que sodomizaron la tierra y hasta los bárbaros, todos se secaron los pies después de la victoria. Nunca antes.

Lutz se secó las manos. No estaban rojas. La sangre del hombre era oscura. Sobre la tierra, mientras se perdía, parecía rocío. Su sangre de niña era clara. Parece que la edad oscurece las vísceras. Lutz se había dormido: había caminado por horas hasta llegar a la gruta y la había llevado en todo el trayecto sobre sus hombros, porque eso hacen los padres con sus princesitas. Los pinos reposan sobre las laderas. Ella se sorprendía que pudieran mantener el equilibrio.

Lutz había despertado con el ruido. El hombre estaba dentro de la gruta. Vio a su hija y sintió que toda Albania entraba en guerra con Grecia y Montenegro; el Cáucaso y los Alpes ardían. Su hija lo vio matar al hombre en los albores. Nunca más la cargó sobre sus hombros; no había flores sobre la llanura.

Los días son extraños desde que Lutz ya no está. Murió mientras dormía.

Ella, a veces, cuando la luz se magnifica, deja un ramillete de flores amarillas sobre la tumba de su padre y le da de comer a los patos. Después se arregla y deja que la luz le brille sobre los muslos. La tumba del hombre en Albania siempre recibe flores frescas... 


Girokaster, 16 de septiembre de 2016

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Ciclista. Cuentero. Guitarra-bajo-ukulele lover. Editor de la Mandrágora y procrastinador forever

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