POR DULCINEA GRAMAJO
Siempre he pensado que
Pedro Almodóvar es uno de esos directores con
la capacidad de convertir cualquier novela de
pacotilla de
horario estelar en una obra maestra.
A la mayoría de
personas cuando le preguntan
por su película
favorita
del maestro, responden
de inmediato que Volver (2006) o Hable con ella (2002) entre otras (generalmente una
donde salga
Penélope Cruz).
En
lo personal,
considero
que la mejor película de este cineasta, o mejor dicho, una de las que más me ha gustado y conmovido, es La flor de mi secreto (1995).
Una película que a mi parecer está totalmente subestimada o tal vez, exista la posibilidad de que yo misma la sobrevalore por verla en el momento preciso.
La actuación de Marisa Paredes interpretando a una escritora de novela rosa (Leo Macías) que escribe bajo el seudónimo de “Amanda Gris” me parece magistral.
Una película que a mi parecer está totalmente subestimada o tal vez, exista la posibilidad de que yo misma la sobrevalore por verla en el momento preciso.
La actuación de Marisa Paredes interpretando a una escritora de novela rosa (Leo Macías) que escribe bajo el seudónimo de “Amanda Gris” me parece magistral.
De hecho,
si con algún personaje
me identifico,
es justamente
con ella.
Recuerdo
la primera vez
que la vi.
Digamos que no estaba pasando precisamente por el momento más feliz de mi vida.
Digamos que no estaba pasando precisamente por el momento más feliz de mi vida.
Una ruptura amorosa
me tenía con los ánimos
por debajo de
los suelos.
Así que
no se me ocurrió
una mejor
idea en ese momento
que pasar
la tarde viendo
esta película
con una amiga
muy querida. Le llamé
y aceptó mi
propuesta,
y no bastando
con aceptar
la invitación de una melancólica crónica desesperada,
la muy encantadora
se asomó acompañada con una botella de ron.
Vaya masoquista que soy al reunir alcohol con semejante película en estados de ánimo altamente peligrosos.
Mi amiga,
dicho sea
de paso,
se encontraba
en un estado similar al mío,
aunque seguramente
no tan melodramático.
De todos modos
la empatía estaba allí.
Mientras en
la película
Leo
llamaba
a su mejor amiga
para
que le auxiliase a quitarse los botines, yo acudía a mi amiga para que me ayudase a sobrevivir la tarde. Leo ahogaba sus penas en coñac. Yo las ahogaba en ron.
Mi
abuela se encontraba en casa, así que no nos podíamos dar el lujo de estar bebiendo sin pena. Sabíamos que a mi abuela no le agradaría, así que disolvimos el ron en gaseosa y en efecto, las burbujas transparentes disimularon la bebida etílica pero no el aroma embriagante del ron, ni mucho menos nuestros rostros de tragedia y desconsuelo perceptibles a kilómetros.
Y bueno, como siempre he dicho: La realidad supera a la ficción, ya que la historia era tan absurda que era cierta.
Mientras la mamá de Leo pecaba de intransigente llamándole “cara de ladilla” a su otra hija, negándose rotundamente a ir con el oculista, mi abuela desfilaba a cada momento con su mirada inquisidora como diciendo: Que no diga nada, no significa que no me he percatado de que se están embriagando. El ron se desvanecía a tragos agigantados en nuestros paladares, mientras llegaba una de las escenas más memorables y dramáticas.
Fue cuando el marido militar de Leo por fin llega de la guerra a casa, y ella, envuelta en un seductor vestido rojo lo está esperando ansiosa, excitada, entusiasmada con una exquisita paella, comida que él al instante desprecia por estar supuestamente fría. Desde ese momento se sabe que el asunto irá en una inminente debacle. Leo, en un acto de impotencia y rabia, le dice que no ponga de pretexto a los desgraciados de Bosnia para estar lejos de ella. La indiferencia de él es desconcertante mientras ella poco a poco se desarma de dolor. Él permanece impertérrito con la mirada soberbia y glacial. Y justo cuando él está a punto de abandonarla se desata también uno de los diálogos más intensos de la película.
Leo
permanece en la puerta, viendo cómo él desaparece de su vista. Entonces la vi
ahí: sola, perdida, con la mirada petrificada, tan frágil, vulnerable y
ahogándose en su propio llanto, dispuesta a escapar de su realidad en un cóctel
de sedantes.
Mientras la mamá de Leo pecaba de intransigente llamándole “cara de ladilla” a su otra hija, negándose rotundamente a ir con el oculista, mi abuela desfilaba a cada momento con su mirada inquisidora como diciendo: Que no diga nada, no significa que no me he percatado de que se están embriagando. El ron se desvanecía a tragos agigantados en nuestros paladares, mientras llegaba una de las escenas más memorables y dramáticas.
Fue cuando el marido militar de Leo por fin llega de la guerra a casa, y ella, envuelta en un seductor vestido rojo lo está esperando ansiosa, excitada, entusiasmada con una exquisita paella, comida que él al instante desprecia por estar supuestamente fría. Desde ese momento se sabe que el asunto irá en una inminente debacle. Leo, en un acto de impotencia y rabia, le dice que no ponga de pretexto a los desgraciados de Bosnia para estar lejos de ella. La indiferencia de él es desconcertante mientras ella poco a poco se desarma de dolor. Él permanece impertérrito con la mirada soberbia y glacial. Y justo cuando él está a punto de abandonarla se desata también uno de los diálogos más intensos de la película.
Ella:
El gran estratega; se supone que eres especialista en grandes conflictos…
Él:
Sí, pero no hay ninguna guerra comparable contigo.
cvc.cervantes.es |
Acto
seguido, se viene la escena solemne de “La Chamana”, Chavela Vargas,
interpretando “En el último trago”…
Tómate esta botella conmigo / En el último trago nos vamos / Quiero ver a qué sabe
tu olvido / Sin poner en mis ojos tus manos / Esta noche no voy a rogarte / Esta
noche te vas que de veras / Qué difícil tratar de olvidarte / Y que sienta que ya
no me quieras / Nada me han enseñado los años / Siempre caigo en los mismos
errores / Otra vez a brindar con extraños / Y a llorar por los mismos dolores...
Esta vez ya no
sentía que me iba a matar la mirada inquisidora de mi abuelita, ni la resaca
del día siguiente, sino la mirada punzante de mi amiga que me reprochaba el
porqué de estarnos torturando de semejante manera.
Hay una frase que
dice: “Así como se recupera el mar después de una gran tormenta, permite que
tu alma se recupere después de una gran batalla”. Así que al igual que la princesa Vera Gavrílovna de Antón Chéjov se
refugiaba en un monasterio para encontrar templanza, Leo se va al pueblo donde
nació para tratar de reconciliarse con su pasado, presente y futuro y no andar
por la vida como su propia madre le dice: “Como vaca sin cencerro”.
Cada vez que pienso
en Leo o “Amanda Gris”, que en todo
caso vienen siendo lo mismo, la recuerdo ahí: Sentada frente a la máquina de
escribir, desangrando los dedos, el alma y el corazón en cada tecleo, con el
pequeño retrato de Virginia Woolf a sus espaldas, con sus labios
color carmín, con su petaca de licor en el bolsillo.
Hace algún tiempo fui a tomar un
café con una amiga y en media tertulia sacó un objeto brillante de su bolsillo. Era una petaca. Sabía que mi amiga era una dama elegante y exquisita pero no a
ese nivel. El momento fue tan inusual y pintoresco que hasta
lo capturé en foto.
Todo esto sólo me hace pensar que
en mayor o menor medida todas llevamos dentro una “Amanda Gris”; deseosas de revelarle la flor de
nuestro secreto a un caballero de noble armadura para cantarle al oído: Ay amor, si me dejas la vida / Déjame también el
alma sentir / Si sólo queda en mí dolor y vida / Ay amor, no me dejes vivir...
::::::
Dulcinea Gramajo LA BUTACA DE TERCIOPELO
Cinéfila, coleccionista de palabras. Una chica Almodóvar: Un poco lista, un poquitin boba… |
No hay comentarios:
Publicar un comentario