POR CHRISTIAN RODRÍGUEZ
He visto las nubes bajo mis pies en muchas ocasiones,
a través de una pequeña ventana de avión y hasta las he admirado en todo su
esplendor desde lo alto de las montañas.
Las he acariciado en forma de niebla, estratos y
cúmulos que se estrellan contra las vertiginosas cumbres, y he sentido incluso
su peso cuando se forman los cumulonimbus. Durante horas, era lo único que veía
cuando viajaba hacia el viejo continente.
Las nubes trajeron la lluvia al País Vasco durante
días, semanas y meses. Algo a lo que están tan acostumbrados que la vida sigue
tan normal.
La gente se reúne en pequeños sitios llamados “bares”
para conocerse, charlar y hasta para trabajar. Nadie se reúne en las casas. Por
más grande que sea su amistad y confianza jamás te invitarán a sus propias casas.
No, aquí no. O vas al bar o te puedes ir con tu bonita amistad al carajo.
Los bares europeos no son lo mismo que los bares de Latinoamérica.
En Guatemala, por ejemplo, la palabra «bar»
es sinónimo de «cantina». Antros de miseria en donde se «rola» alcohol, drogas
y sexo impúdico mientras
disfrutan de la música tejana y ranchera o de los chistes de Velorio. Esos
chistes tan guatemaltecos que intentan caramelizar la discriminación racial, la
homofobia y el machismo.
No hay barrio en Guatemala que no tenga una cantina, ni
un borracho popular conocido (y querido en el fondo) por todos los vecinos.
Y es
que las cantinas son nacederos de obscenos personajes que nos dan tanta pena
como risa, ya que buenas personas casi siempre lo son.
Ahí están dormidos cerca de las cantinas los borrachos
en las banquetas, en las esquinas, en los escalones y sobre las tumbas de los
cementerios en los días de fiesta, y en las posiciones más inverosímiles dignas
de asombrosos contorsionistas.
Cuántas veces no tuve que levantar al “Mono” de en
medio de la banqueta para no pasarle encima con mi motocicleta.
Cuántas veces no me despertó a media noche tocando la
puerta frenéticamente pidiendo un vaso con agua o una tortilla.
Cuántas veces no defendió a las «patojas» al enfrentarse
con otros borrachos pervertidos que las acosaban.
“El Mono” era un héroe, un bufón que nos hacía reír. Un
personaje melodramático que casi nos sacaba las lágrimas por su condición infravalorada.
Los padres del “Mono” no le abrían la puerta de casa. Eran
fanáticos religiosos protestantes y su hijo encarnaba nada más y nada menos que
los deseos del diablo. Lo habían condenado a vivir en la calle bajo la lluvia, el
frío y un sofocante sol. Solo le abrieron la puerta y le permitieron estar en una
habitación para velar su propio cuerpo.
Fotos de Christian Rodríguez |
Siendo abstemio, no podía evitar sonreír al recordar
los nombres de algunas cantinas: “Los Valientes”, “Divina Providencia”, “Los
Machos También Lloran” y una que era conocida como “Alcohólicos Anónimos”...
Ninguna daba la impresión de ser un negocio rentable, aunque
desde tempranas horas de la mañana hasta bien entrada la noche, rondaban en
ellas los fieles y leales clientes zombificados atalayando hasta peines usados para
revenderlos y obtener así suficiente dinero para pagar un traguito más.
No me llamaba la atención ir a los bares de ningún
tipo. Aparte de abstemio era bastante antisocial y casi misantrópico. De los
que detestan los lugares de gran afluencia de personas. Por eso me voy a la
montaña cada vez que puedo. Pero por el hecho de migrar, y la necesidad de
integrarme socialmente, no pude evitar ir a un bar en Bilbao. Mi
esposa, con toda la buena intención, me llevó para reunirnos con sus amistades a
tan solo unas horas después de haber puesto mis pies en el viejo continente.
Fue como recibir un martillazo limpio en la cabeza. De
golpe ya no pude respirar y se me nubló la vista. No veía nada entre la espesa
nube de humo de gran variedad de tabacos y hierbas naturales. “Drogas blandas”,
les llaman aquí.
El sonido era estridente, la música popular sonaba a
gran volumen. Además había 2 ó 3 televisores a todo volumen con distinta
programación cada uno. Y la gente gritando porque no se escuchaba nada entre
ese caótico ambiente. Me dio un ataque de basca con “b” de náusea, no con “v”
de vasco, aunque tenga relación por donde ocurrieron los hechos.
Los ojos se me cerraban por el ardor de la evaporación
de alcohol en los cuerpos que supuraban embriaguez, y la lluvia de hollín que
se desprendía de los nubarrones producidos por la gran cantidad de fumadores
allí encerrados.
Así que me salí, y estuve un buen rato afuera bajo la constante
lluvia intentando que mi cuerpo se oxigenara de nuevo. Mi esposa y sus amigas
no lo entendían, y aún no lo entienden, supongo.
Mi mente se retorcía intentando entender por qué las
personas se reunían en esos lugares para conversar. ¿Para qué jodidos están
entonces encendidas tantas televisiones? Y esa música comercial tan repetitiva
a todo volumen… nadie se interesa por eso. Lo que quieren las personas en los
bares, se suponía, era hablar, beber, conocerse, beber, besuquearse, beber y
lamerse todo el cuerpo. Un bar es el último lugar adonde iría para entablar una
conversación en mi sano juicio.
Hubo comentarios haciéndome de menos.
-¡Ay qué pena, eres intolerante al tabaco!
Pues sí, soy intolerante al tabaco. En realidad me da
igual que las personas fumen. Son libres de hacerlo. Pero por favor, ¡no fumen
en mi cara!
Después de ese día me di cuenta de cómo venden los
excesos en Europa. Venden la imagen de que una persona adolescente o adulta que
fuma puede ser un deportista saludable, además de sexy y un poco rebelde.
¿Sexy eh? Qué de sexy tendrá lamer un cenicero sucio me
pregunto yo. ¿Y a qué rebeldía se refieren? ¿A ser tan rebelde como para
engrosarle las ganancias a las empresas tabacaleras?
Los fumadores tenían más derechos. En los aeropuertos
tenían salones más cómodos para fumadores y por las calles y edificios hay más
basureros exclusivos para colillas de cigarro. Aún así, las calles están tapizadas
de colillas, muchas aún humeantes, que hacen de los paseos la experiencia más
desagradable.
Había nubes de humo de cigarros en las estaciones de
buses, metros, teatros, cines, bares, escuelas, polideportivos, playas, parques
infantiles… vi madres fumando mientras amamantaban a sus bebés.
En 2011 vino la prohibición de fumar en lugares públicos en toda España. Pero la gente se niega a entender lo que significa “lugar
público”. Ya perdí la cuenta del número de personas a quienes he cuestionado
por fumar en la cara de mi hija mientras ella alegremente se columpiaba en el
parque.
Con la prohibición aparecieron de pronto mensajes
subliminales por todos los sitios. Cartelitos con el mensaje “Prohibido fumar”,
como si hiciera falta recordarlo. ¿Acaso han visto carteles de “Prohibido
violar” o “Prohibido robar”?
En realidad, poner carteles de la prohibición de
fumar es una manera de producir ansiedad en los fumadores. Así funciona la
psicología inversa.
::::
Christian Rodríguez DE SIMAS Y CIMAS
Nací en 1976. Crecí en la zona 18
influenciado por la pobreza, las injusticias sociales, la falta de
oportunidades y la constante amenaza de la violencia de la guerra y las
pandillas.
Para escapar me fui a probar suerte a
las montañas.
Más de 400 ascendidas en Europa, África
y América.
Entrené muy duro: «Potencia» acarreando
agua hasta mi casa. «Resistencia» colgándome de las ventanas de viejos
autobuses para ir a estudiar y trabajar. «Velocidad» huyendo de la delincuencia
común.
Migré a tierras vascas en 2009 siguiendo al amor.
Soy guía de montaña titulado en Europa, conferencista,
galardonado escritor y fotógrafo.
Además, presidente de una ONG con
proyectos de cooperación y becas estudiantiles en Guatemala y
organizador de programas de montañismo para migrantes, personas con
discapacidad o sin hogar.
«Guatemalteco Ilustre 2014» aunque no sé por qué sinceramente. De «ilustre» no tengo nada y de
«guatemalteco» me queda poco. Me considero ciudadano del mundo.
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