POR ERNESTO PACHECO
Empecé la semana con la noticia del asesinato de un
amigo. Unos días antes me reuní con él para hablar de posibilidades.
Soñador, bombero voluntario, campeón centroamericano
de yudo y biólogo apasionado de su trabajo.
En todos los sentidos lo consideraba una persona
compleja, altruista y capaz. Me gustaría decir que los personajes como él
aparecen en cada esquina. Del tipo de personas con las que uno puede, en un
corto desayuno, recibir dos tipos de alimento: uno para el cuerpo y otro para
el espíritu.
La noticia llegó en forma de una sola bala que había
destrozado varios de sus órganos internos. Con eso bastó para convertirlo, como
a muchos otros guatemaltecos, en parte de las estadísticas de muertes
violentas. Números
que orgullosamente presumimos a nivel internacional.
Los acontecimientos se dieron como otros a los que
lamentablemente nos acostumbramos ya.
A plena luz del día, un grupo de sujetos armados lo
abordan a él y a sus acompañantes, probablemente niños, con una o dos .45
cargadas; y nerviosos ante una mueca de Rodolfo por buscar su billetera, halan
del gatillo pensando que buscaba un arma.
Es crudo como la narrativa contemporánea o la
canción “La Bala” de Calle 13. Lo
condenaron a muerte prematura.
Cansados de esta situación, los guatemaltecos
hinchamos en cólera ante la prepotencia que se consigue cuando uno no puede
hacer nada para proteger la vida en esta agridulce realidad.
Los buenos caen y los malos sobreviven; y como
muestra, la irónica y ridícula situación que se dio unas horas después de que
se le declarara muerto a Rodolfo: un atentado en las puertas del San Juan de
Dios (aparentemente un comando armado intentó segarle la vida a un “marero” que
seguro ya no le servía a un interés superior). ¿El resultado de la hombrada? 25
heridos y un par de insignificantes muertos que nada tenían que ver con el lío
de los capos. Marlon Ochoa, el marero al que buscaban ametrallar, sale ileso, y
¡pum! La realidad se vuelve a desmoronar como la oratoria de la vicepresidenta
cuando da una declaración.
Entonces la magia empieza. Las redes sociales y los
comentarios de boca a boca revientan al estilo de las olas en Champerico contra
la dársena que nunca se terminó: “Hay que matar a todos los hijos de puta… Que
los linchen”. “¡Pena de muerte!”. “Los derechos humanos no sirven para ni
mierda…”. “Este gobierno culero”. “Sólo Dios puede salvar a este país con su
castigo divino…”. “Rákatá, rakatá (...). Si se me pega voy a dale (...). La
rompecarros que suena boom, boom, boom... (...). Báilame, date la vuelta, yo
hago esto pa que te divieltas, pa que me esperes en tu casa con las dos pielnas
abieltas…”.
Y así todos somos compositores de reggaetón.
Resulta que todos somos y vivimos una cultura de
violencia. Nos gustan las armas, las carreras de carros, las llantas anchas,
damos consejos a nuestros hijos como: "No te dejés, rompéle la cara".
Escuchamos al pastor amenazarnos con un infierno que nadie tiene la certeza de
que siquiera exista, somos profundamente racistas (eso también es violencia,
por si no lo sabían), desconocemos la causa del otro, y tratarla de "lucha
de ignorantes" nos hace peligrosamente ignorantes a nosotros. Eso también
es violencia.
La pobreza lo es. La riqueza absurda también. Sobre
todo en un país de tanto contraste. El tráfico de dos horas para llegar a
trabajar, y los honorarios del divorcio. El cine con sus grandes matinés de
cultura importada que nos enseña que es más divertido matar que un musical. Los
intereses de la tarjeta de crédito, absurdamente altos, también lo son.
Mucha de esta violencia se replica, y claro, genera
aún más violencia. Entonces la pregunta es: ¿Cómo evitamos perder vidas valiosas,
a causa de una bala fría y sin sentimientos?
La respuesta la sabemos, pero no tenemos el valor de
admitirla. Queremos ser mejores que los demás a como dé lugar. Las calles solo
para nosotros. Preferimos ignorar al marginal de enfrente. Callamos ante la
corrupción del empresario y del Gobierno. Exigimos que tapen baches antes que
construir escuelas. Tiramos un árbol porque nos tapa la vista de la siguiente
ventana. Somos violencia. Y mientras sea así, la vamos a convertir
eventualmente en balas, porque una cultura de violencia es una fábrica de
golpes, de insultos, de mediocridad, de ceguera, de egoísmo, de muerte.
Basta con ver cómo opina el
guatemalteco promedio, para saber que estamos perdidos en nuestro propio
rencor.
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