Tengo
un recuerdo vago de cuando tenía tal vez, diez u once años, y estaba en la sala
de mi casa con mi papá viendo un noticiero, no recuerdo la noticia pero sí su
reacción: comentó algo como que lo que se debería hacer con las cárceles era
incendiarlas y dejar que todos se quemaran adentro, a lo que mi mamá respondió
inmediatamente que no debía decir cosas así frente a nosotros, sus hijos...
Prensa Libre |
A
esa edad, yo aún no tenía una postura clara y propia sobre la pena de muerte (lo
que me parece natural, creo que ningún
niño o niña debería vivir en una sociedad en la que deba cuestionarse tan pronto en su vida sobre
lo ético o no de matar a un criminal), pero sí recuerdo el horror que sentí al
imaginarme una cárcel en llamas y los gritos y la agonía de miles de reclusos
sin poder escapar. Este puedo considerarlo como el momento fundamental que me
ayudó a forjar una postura frente al tema, y fue unos años después cuando además pude
agregar otros elementos a mi reflexión y formar una visión más amplia del problema.
Crecer
en Guatemala, de cierta forma, implica acostumbrarse a la violencia, asaltos,
secuestros, violaciones, robos, extorsiones y agresiones de todo tipo que
llenan, no sólo las páginas de periódicos amarillistas, sino también las
conversaciones en las calles, buses, lugares de trabajo, escuelas, etc. Y no es
producto de la nada: la historia de Guatemala, desde que empezó a conformarse
como tal, es decir, desde la conquista española, se vio marcada por la violencia,
no sólo bélica, sino también económica e ideológica: la apropiación de las
tierras, los recursos naturales y los recursos humanos esclavizados para el
beneficio de los conquistadores, la desestructuración de su organización
política y social por medio de la fuerza, la imposición de una religión y
destrucción de miles de elementos de valor cultural y espiritual para los
nativos, la imposición también de ideologías excluyentes basadas en un racismo
que se mantiene y se reproduce aún en la actualidad. Todas estas cosas no
acabaron en la colonia, sino que se adaptaron a las épocas y se fueron
enraizando cada vez más en el ser guatemalteco hasta volverse completamente
normales para muchos. Todo un país construido sobre bases violentas, de
explotación y exclusión, la avaricia de los conquistadores que vinieron en un
principio y vieron a los nativos como brazos para el trabajo y la tierra como
una fuente de riqueza.
La
explotación y exclusión del indígena durante la colonia, la legalidad del
trabajo forzado durante el período liberal, las décadas de dictaduras
militares y, como cúspide, lo que podría ser la expresión máxima de la
violencia en el país: 36 años de un conflicto armado entre guatemaltecos que
cobró miles de vidas inocentes, mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas,
familias enfrentadas, familias desechas, incógnitas sobre la vida y la muerte
de miles de personas. El miedo quedó instalado en lo más profundo de millones y
los avances en materia de derechos civiles y en construcción de la democracia
que se pudieron apreciar en el período revolucionario de 1944 a 1954 quedaron
aplastados por una nueva invasión extranjera y la represión estatal. Finalmente,
en 1996, ya con los dos bandos desgastados, llega la firma de los Acuerdos de
Paz, pero se encuentra con una sociedad destrozada que había aprendido muy
bien el mensaje de que todo se podía por la fuerza, una sociedad que sigue
encontrando dificultades para reconstruirse y superar la violencia que la
forjó.
Es
común escuchar cómo ancianos (y cada vez más jóvenes) se refieren con nostalgia
a los tiempos de Ubico en los que el respeto a los Derechos Humanos era casi
impensable, pero “al menos uno podía salir a la calle en paz”. En la cultura
popular se encuentran cientos de apologías a la violencia. Frases como:
“matando al perro se acaba la rabia” o “hay que combatir fuego con fuego”
sirven como justificación para muchos guatemaltecos y guatemaltecas que han
crecido en un entorno en el que la violencia sí se presenta como lo más
efectivo, como lo más conveniente. Para quienes tienen que sobrevivir en un
contexto hostil (digamos, todos aquellos que no tienen acceso a un trabajo
digno, todas las personas que no tienen acceso a educación de calidad, quienes
son discriminados o excluidos por motivos étnicos, de género o de ideología,
quienes crecen en áreas marginales urbanas, todos y todas las que crecen en
áreas rurales donde los servicios básicos son un lujo; mas o menos la mitad de
la población que vive en pobreza), la "ley del más fuerte” es la que rige sus
vidas y no porque así lo decidan sino porque es a lo que se tienen que
enfrentar: gana el más grande, el que pega más fuerte, el que tiene más
recursos, el que tiene contactos, el que mejor se ve. La “lucha por la
supervivencia” llega a un extremo cruel entre los humanos que viven creyendo
que tienen que competir y que quien está al lado es su enemigo en la carrera
por el éxito, la abundancia, la riqueza… o sólo por la vida digna a la que
todos deberían tener derecho.
Limitar
la capacidad de las personas a una vida de calidad es también una forma de
violencia que se ejerce a nivel estructural y de la cual derivan muchas otras
formas de violencia que reproducen el ideal hasta que se vuelve natural. La
desensibilización que vivimos se nos hace necesaria, dejamos de lado la
sensibilidad que no nos permitiría ser prácticos en la rutina si nos pusiéramos
a lamentar y sentir asco por cada muerte inocente, cada injusticia que se
comete a nuestro alrededor y, a la vez así, promovemos que estas sigan pasando
cuando decidimos ignorarlas o peor aún, cuando intentamos justificarlas
“racionalmente” para satisfacer nuestra conciencia. Si matan a un piloto de
autobús no faltará el comentario de que “se lo merecía, por abusivo”, si aparece un
joven muerto no falta quien piense que “en algo andaba metido”, si una mujer es
violada seguramente alguien dirá que “se lo estaba buscando”. Un titular de
Prensa Libre, el pasado 20 de julio, catalogaba como “justicia” el asesinato de
varios criminales en la cárcel de Pavón, relacionados con Byron Lima. Tal vez
sea necesario aclarar que no pretendo aquí justificar o defender los crímenes y
decisiones personales de nadie diciendo que su contexto se los permite; más que
hablar de quienes cometen crímenes, quiero hablar de quienes los juzgan desde
una perspectiva enferma y contradictoria: clamando por la paz a través de la
violencia. ¿En realidad queremos vivir en una sociedad donde la “justicia” no
sea más que la antigua Ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente”?
La
pena de muerte fue uno de los temas principales que los candidatos usaron en
las elecciones pasadas para llegar a la población: frente a la desesperación de
millones de ciudadanos y ciudadanas por la violencia y la inseguridad que se
viven en el país, el clamor popular era “matar al perro”, ignorando que, en
realidad, estamos ya todos infectados por la rabia. En su novela “Crimen”,
Irvine Welsh escribe sobre un policía escocés y una red de pederastas y dice: “Han
ganado. Nos han rebajado. Nos han reducido a su nivel por medio de nuestra
lamentable sed de sangre. Podrías hacerlos desaparecer a todos de la faz de la
tierra y aun así habrías perdido”.
Quienes “nos han ganado” no son necesariamente los "mareros” o cualquier otro
tipo de criminales, pues son personas que también han perdido, de cierta forma,
su humanidad; nos ha ganado la violencia, la sed de venganza, el egoísmo, el
miedo y la crueldad. Nos han hecho esclavos y esclavas de la ira y el pánico
ante situaciones que no podemos comprender ni controlar y nos han hecho caer en
el mismo juego, ser como un perro que intenta morderse la cola. Al final, si se
combate fuego contra fuego sólo quedan cenizas y, ¿qué tan diferentes podemos
ser de los criminales que condenamos mientras exigimos que rueden sus cabezas?
Cada
cierto tiempo, especialmente si algún crimen muy violento se hace público,
escucho y leo comentarios como: "los Derechos Humanos sirven para defender
a los delincuentes” y que "sería mejor quitarlos para poder arreglar a
Guatemala”. La ironía se vuelve grotesca: una sociedad que clama por una vida
segura y en paz, llevada al límite de creer que debe renunciar a sus derechos y
que puede vivir bien así, con una vida que se limita a la mera garantía de
existencia.
La
violencia ejercida sistemáticamente es la que lleva a millones a no darse
cuenta de cómo el incumplimiento de los Derechos Humanos para todos y todas en
condiciones iguales es el problema; la falta de garantías por parte del Estado
los hace abandonarse a creer que esa es la única forma en la que se puede vivir
y conformarse con migajas de seguridad y al costo de la libertad y el respeto por
la vida.
Vivimos
en un medio enfermo que nos hace confundir la enfermedad con la cura, ciegos y
ciegas pretendiendo alcanzar la paz a través de la sangre porque es el único
camino que conocemos. Para construir la sociedad de respeto que anhelamos, que merecemos todos y todas, debemos empezar
por repensar cómo entendemos las cosas, cómo entendemos al "otro” que
consideramos incómodo, construir desde abajo contra eso que se nos impone
desde arriba y romper la tradición de imposición, violencia, represión y miedo
que nos controla. Una cultura de paz no proviene de un gobierno (aunque sí
debería de promoverla en el supuesto contexto democrático en que vivimos;
cuestionable desde la elección pasada de un exmilitar en la Presidencia y la
elección reciente de un partido controlado por exmilitares), porque las ideas
que la sustentan no pueden imponerse; a lo largo de su historia, Guatemala ha
experimentado más cambios de forma que de contenido y conocer esas bases, cuestionarlas
y cambiarlas es lo que se necesita para poder realizar un
cambio real...
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