Son las 4 de
la tarde de un agosto lluvioso, y estoy recordando cuando decías que mi estado
de ánimo era parecido a la lluvia y a la luna, cambiante pero deleitante.
Ayer, mientras
llovía, recordé tu boca y tu mueca, que siempre terminaba en sonrisa. Empecé
entonces a dibujarla en la ventana del vidrio, antes de que se me olvidara, y
luego le tomé una foto y la colgué en la pared, como todos nuestros recuerdos.
He caído en cuenta que tengo más fotografías de tus labios besándome y ahora
les estoy diciendo adiós. Sigiloso. Misterioso. Silencioso: son palabras que
trato de escribir en la ventana pero se borran, como la imagen del último día
que estuviste aquí, ¿lo recuerdas? Vamos, te ayudo…
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Fue una noche
de noviembre, donde impregnaba el olor a tus hombros desnudos, el olor a tu
espalda blanca y el sabor a nuestras presencias prohibidas. Abriste la puerta.
Te acercaste. Cerraste mis ojos con tus dos manos, como quien cerraba un
candado y tiraba la llave. Vos la recogías y querías abrir y yo no me dejaba,
me lograste convencer con caricias. Me solté. Te acaricié. Me besaste. Sentía tu
saliva hirviendo en mi boca. Me tomaste del cuello, sin cuidado. Nos arrojamos
a la pared, como quien arroja una piedra con toda su fuerza concentrada en el
brazo. Luego, tu reloj del brazo golpeaba mi pecho, yo lo disfrutaba, era un
instrumento precioso. Mi corazón palpitaba y el tuyo no tanto. Y luego te
venías al suelo conmigo y me abrazabas, y me abrazabas fuerte con todo el
cuerpo, con la ternura más grande que pueda existir en el mundo. Te venías como
de costumbre: sin avisarme, y yo veía torrentes por todas partes. Me inundaba.
Te inundabas. Me tomaste el rostro. Fijabas tu mirada en mis pupilas. Callado,
sin menguar palabra. Sólo me veías. Yo te seguía el juego. Me veías con ojos que
penetraban, que calaban, que impregnaban. Me sentía como quien tiene enfrente
al mejor experto haciendo el amor con miradas… ¡Ay mi amor, recordar esto es
tan jodidamente precioso! Porque me gusta, me enciende. Me excita. Me agitas. Pero
vamos, tengo que continuar…
Luego,
cambiabas tu mirada y tu manera de verme. Me veías con ternura, con afecto, con
terneza, con requiebro. Como el padre observa a su hijo acabando de nacer. Como
quien tiene la ternura más grande del mundo en sus dos ojos. De fondo, se
escuchaba música, música suave. Era una canción de Pablo Alborán que decía
“solamente tú”, y que ahora sólo la escucho mientras me masturbo llorando. La
habitación siempre quedaba tan llena y vacía al mismo tiempo. Llena de humedad.
Vacía de ganas. Terminabas abrazándome y me acurrucaba en tu pecho. Besabas dos
veces mi frente y te correspondía. Y nos íbamos acabando en un suspiro tuyo, en
un suspiro mío. En un suspiro de los dos… Pero eso sólo son recuerdos porque,
desde ahora, lo único que hay entre tu boca y mi boca...
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son solamente adioses.
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Roque Estrada ÍGNEOEscritor de poesía y prosa romántica. Montañista guatemalteco con estudios en Psicología Clínica y Psicoanálisis |
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