miércoles, 17 de agosto de 2016

Los adioses de la boca




Son las 4 de la tarde de un agosto lluvioso, y estoy recordando cuando decías que mi estado de ánimo era parecido a la lluvia y a la luna, cambiante pero deleitante.

Ayer, mientras llovía, recordé tu boca y tu mueca, que siempre terminaba en sonrisa. Empecé entonces a dibujarla en la ventana del vidrio, antes de que se me olvidara, y luego le tomé una foto y la colgué en la pared, como todos nuestros recuerdos. He caído en cuenta que tengo más fotografías de tus labios besándome y ahora les estoy diciendo adiós. Sigiloso. Misterioso. Silencioso: son palabras que trato de escribir en la ventana pero se borran, como la imagen del último día que estuviste aquí, ¿lo recuerdas? Vamos, te ayudo… 

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Fue una noche de noviembre, donde impregnaba el olor a tus hombros desnudos, el olor a tu espalda blanca y el sabor a nuestras presencias prohibidas. Abriste la puerta. Te acercaste. Cerraste mis ojos con tus dos manos, como quien cerraba un candado y tiraba la llave. Vos la recogías y querías abrir y yo no me dejaba, me lograste convencer con caricias. Me solté. Te acaricié. Me besaste. Sentía tu saliva hirviendo en mi boca. Me tomaste del cuello, sin cuidado. Nos arrojamos a la pared, como quien arroja una piedra con toda su fuerza concentrada en el brazo. Luego, tu reloj del brazo golpeaba mi pecho, yo lo disfrutaba, era un instrumento precioso. Mi corazón palpitaba y el tuyo no tanto. Y luego te venías al suelo conmigo y me abrazabas, y me abrazabas fuerte con todo el cuerpo, con la ternura más grande que pueda existir en el mundo. Te venías como de costumbre: sin avisarme, y yo veía torrentes por todas partes. Me inundaba. Te inundabas. Me tomaste el rostro. Fijabas tu mirada en mis pupilas. Callado, sin menguar palabra. Sólo me veías. Yo te seguía el juego. Me veías con ojos que penetraban, que calaban, que impregnaban. Me sentía como quien tiene enfrente al mejor experto haciendo el amor con miradas… ¡Ay mi amor, recordar esto es tan jodidamente precioso! Porque me gusta, me enciende. Me excita. Me agitas. Pero vamos, tengo que continuar…

Luego, cambiabas tu mirada y tu manera de verme. Me veías con ternura, con afecto, con terneza, con requiebro. Como el padre observa a su hijo acabando de nacer. Como quien tiene la ternura más grande del mundo en sus dos ojos. De fondo, se escuchaba música, música suave. Era una canción de Pablo Alborán que decía “solamente tú”, y que ahora sólo la escucho mientras me masturbo llorando. La habitación siempre quedaba tan llena y vacía al mismo tiempo. Llena de humedad. Vacía de ganas. Terminabas abrazándome y me acurrucaba en tu pecho. Besabas dos veces mi frente y te correspondía. Y nos íbamos acabando en un suspiro tuyo, en un suspiro mío. En un suspiro de los dos… Pero eso sólo son recuerdos porque, desde ahora, lo único que hay entre tu boca y mi boca... 

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son solamente adioses.

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Roque Estrada       ÍGNEO

Escritor de poesía y prosa romántica. Montañista guatemalteco con estudios en Psicología Clínica y Psicoanálisis
 
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