Un cuento de Christian Rodríguez
Arte visual de Andrea Paredes
La
joven Ixtzunun empujaba su vieja, oxidada y pesada bicicleta
cuesta arriba en un empinado y polvoriento camino. Sus piernas ya no pudieron
ejercer la fuerza suficiente contra el pedal y la biela para que la rueda siguiera
girando y tuvo que detenerse. Le faltaba el aire. Estaba casi asfixiada. El mecanismo de la bicicleta era tan viejo que
no contaba con velocidades, pero ese no era el motivo por el cual no pudo
seguir pedaleando. No podía respirar porque estaba intentando salir de la nube
de polvo que había dejado un automóvil todoterreno que acababa de pasar por
allí a gran velocidad.
Sus
ojos comenzaron a ver más claramente. Comenzó a respirar con normalidad y su
garganta se fue despejando mientras la nube de polvo se asentaba en las flores,
en los árboles, en las piedras, en las siembras. Sus negros y largos cabellos
ahora lucían de color canela, al igual que sus pestañas.
Su
carcomida bicicleta tenía el doble de años que ella misma, era una bicicleta de
paseo muy vieja. El sillín estaba roto, pero era sostenido con una madera atada
con una cuerda y un alambre. Había pertenecido a su padre y ella la había
heredado tras la muerte de él; su querido tat.
Mientras
seguía empujando perdía la mirada en la rueda delantera y las varillas de metal
que giraban y giraban. Giraban como todo lo que existe en el macro y en el
micro cosmos. Tan presente tenía el
girar de las ruedas, que le recordaban los movimientos de la Abuela Luna, del Padre Sol y de la Madre Tierra; el girar de los calendarios de sus ancestros.
Su
pasado volvía a su mente, repitiéndose, girando constantemente en recuerdos
recurrentes. Su tat, un hombre de
campo, de aquellos que tienen dibujado en su rostro los mismos surcos que
había arado durante toda su vida, fue un hombre cariñoso, aunque un poco
machista al modo que le enseñó la religión y la costumbre de esa sociedad patriarcal.
No tuvo más remedio que prohibirle el estudio a su hija Ixtzunun, para que ella
se hiciera cargo de sus hermanitos y de los quehaceres de la casa. Pero ella protestó, se enfadó, lloró, dejó de
comer; y eso último le dolió tanto al padre que finalmente cedió al deseo de
estudiar de su pequeña nitxa', hija.
En
esa bicicleta llevaba a la pequeña Ixtzunun a la escuela sentada en el tubo
superior. Aprovecha así el viaje de tantos kilómetros que hacía a la finca donde
trabajaba y en donde los terratenientes le exigían dejar hasta el alma empeñada.
Ella disfrutaba del viento en su rostro, del paisaje,
de ver a la gente caminando con sus coloridos trajes, siempre con algo que
hacer, trabajando duro y preocupándose de los demás. Fue viajando en esa bicicleta que comenzaron
a tenerse más confianza. Su amistad fue creciendo y su padre se convirtió en su
mejor amigo.
De
vuelta a casa ella lo esperaba, aunque podía ir caminando. Y es que disfrutaba
tanto con su padre que en ocasiones le pedía que fueran a casa tan sólo
andando, empujando la bicicleta para tardar más tiempo y así aprovechar para
escuchar las historias que su padre le contaba. Historias fascinantes que
parecían no ser ciertas pero él decía que sí lo eran, porque su propio padre
se las había contado antes, a quien le hiciera lo mismo su abuelo, bisabuelo…
desde tiempos ya perdidos en la memoria. Eran historias que no paraban de girar
en el tiempo.
Al
disiparse la nube de polvo el paisaje se aclaró. Ixtzunun se sintió feliz. De
nuevo podía apreciar el cielo, las
montañas, la milpa, las aves; todo lo que ella misma portaba en figuras tejidas
a mano en su viejo y raído huipil.
Llegó
al final de la cuesta. Era el momento de montar de nuevo en la bicicleta y
seguir pedaleando por un terreno más llano, entre casitas desperdigadas entre
los maizales, siembras de frijol y diversas hortalizas. Varios patojos y
patojas montaban bicicletas más modernas, más cómodas; pero ninguna llamaba
tanto la atención como la bicicleta de Ixtzunun con aquellos sillines alargados que
no producían dolor de culo; las suspensiones simuladas que la hacían tan rígida y
que a pesar de los años le habían cambiado muy pocas piezas. Llamaban
principalmente la atención aquellos enormes catadióptricos y un alto manillar como
si se tratara de armas para librar épicas batallas.
Llegó
por fin a un camino asfaltado y el viaje se hizo más cómodo, aunque no tan
placentero. Constantemente iban y venían automóviles de todo tipo dejando en el
ambiente un olor nauseabundo a rancios líquidos quemados. Ella prefería los
caminos polvorientos, aquellos que huelen a tierra, a nuestra Madre Tierra.
Algunos m’us incluso le bocinaban
para que se apartara o simplemente por bocinar sin más, diluyendo el sonido del
ambiente en una cacofonía mecánica.
Las
ruedas seguían girando y de nuevo se perdió en sus pensamientos. Pensó que las
ruedas no eran las que giraban sobre el camino, ¿sería posible? Era el mundo el
que giraba bajo sus pies accionado con su pedalear. Imaginó que las ruedas de
la bicicleta eran la vida misma. Se dio cuenta que la rueda trasera era el
pasado, era la que más trabajo costaba mantener girando. Pesaban sobre esa rueda
gran cantidad de recuerdos, bonitos y feos, sentimientos alegres y dolorosos.
Pero si se mantenía girando esa rueda trasera lograba que la delantera, que era
el presente, siguiera avanzando hasta donde uno decidiera; el futuro.
www.andreacparedes.com |
Qué
recuerdo tan lindo cuando su papaíto decidió enseñarle a manejar la bicicleta
con toda la paciencia del mundo. Ixtzunun aprendió rápido. Eso fue bueno para
el padre porque él ya presentía que un día ya no se podría tan siquiera
levantar para ir a trabajar. Y así ocurrió. Cayó muy enfermo poco tiempo
después. Murió. Dejó de existir en este mundo de una enfermedad que ataca
únicamente a los pobres. En la ciudad le
hubieran tratado y curado pero en la aldea ni siquiera el Ajq’ij pudo adivinar qué tenía. El
adivino únicamente sabía que el alma de tat
ahora estaba girando en otro plano existencial, en el mismo lugar; pero de
diferente modo.
Ixtzunun
llegó a un lugar con gran concentración de personas de todos los pueblos. Era
fácil identificar de qué pueblos provenía cada quien por los diseños de sus
trajes. Había tantas personas que tuvo que bajarse de la bicicleta y llevarla
empujando entre la muchedumbre. Era un mercado inundado por exquisitas
fragancias de incienso,
frutas y flores, y la vista se perdía en el gran colorido de máscaras, trajes,
telas y más gente.
Encontró
un lugar para colocar su bicicleta, y allí comenzó su corazón a agitarse tan
rápido y fuerte que no soportó el momento y soltó a llorar.
-¿Qué pasa mija? ¿Se
siente bien? –preguntó una de las tantas personas que se acercaron para ver lo
que tenía la patoja.
Sus
lágrimas y mocos se hicieron de color marrón al mezclarse con el polvo que
traía encima. Apenas y se le entendió lo que dijo.
–Necesito vender la
bicicleta.
La voz recorrió todo el
mercado, girando una y otra vez hasta que un señor dijo estar interesado.
Negoció y acordó con Ixtzunun pagar menos
de la mitad del precio que ella había dicho. La quería de chatarra para
reciclar.
Ixtzunun
regresó caminando a su aldea. Muchos kilómetros a pie. Su mamaíta la esperaba
preocupada y al verla sin la bicicleta también soltó el llanto. El dinero les
sería útil para el funeral de su tat.
Al
morir el alma se va al inframundo, a Xib'alb'a. El lugar donde brotan el agua y las semillas;
elementos que dan la vida a quienes habitan la tierra y, por tanto, es también
el lugar del renacimiento. Donde vuelven los difuntos a ayudar a los vivos, en
un girar constante de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario