martes, 19 de mayo de 2015

Ruedas


Un cuento de Christian Rodríguez



Arte visual de Andrea Paredes
 




La joven  Ixtzunun  empujaba su vieja, oxidada y pesada bicicleta cuesta arriba en un empinado y polvoriento camino. Sus piernas ya no pudieron ejercer la fuerza suficiente contra el pedal y la biela para que la rueda siguiera girando y tuvo que detenerse. Le faltaba el aire. Estaba casi asfixiada. El mecanismo de la bicicleta era tan viejo que no contaba con velocidades, pero ese no era el motivo por el cual no pudo seguir pedaleando. No podía respirar porque estaba intentando salir de la nube de polvo que había dejado un automóvil todoterreno que acababa de pasar por allí a gran velocidad.

Sus ojos comenzaron a ver más claramente. Comenzó a respirar con normalidad y su garganta se fue despejando mientras la nube de polvo se asentaba en las flores, en los árboles, en las piedras, en las siembras. Sus negros y largos cabellos ahora lucían de color canela, al igual que sus pestañas.

Su carcomida bicicleta tenía el doble de años que ella misma, era una bicicleta de paseo muy vieja. El sillín estaba roto, pero era sostenido con una madera atada con una cuerda y un alambre. Había pertenecido a su padre y ella la había heredado tras la muerte de él; su querido tat.  

Mientras seguía empujando perdía la mirada en la rueda delantera y las varillas de metal que giraban y giraban. Giraban como todo lo que existe en el macro y en el micro cosmos.  Tan presente tenía el girar de las ruedas, que le recordaban los movimientos de la Abuela Luna, del Padre Sol y de la Madre Tierra; el girar de los calendarios de sus ancestros.

Su pasado volvía a su mente, repitiéndose, girando constantemente en recuerdos recurrentes. Su tat, un hombre de campo, de aquellos que tienen dibujado en su rostro los mismos surcos que había arado durante toda su vida, fue un hombre cariñoso, aunque un poco machista al modo que le enseñó la religión y la costumbre de esa sociedad patriarcal. No tuvo más remedio que prohibirle el estudio a su hija Ixtzunun, para que ella se hiciera cargo de sus hermanitos y de los quehaceres de la casa. Pero ella protestó, se enfadó, lloró, dejó de comer; y eso último le dolió tanto al padre que finalmente cedió al deseo de estudiar de su pequeña nitxa', hija.

En esa bicicleta llevaba a la pequeña Ixtzunun a la escuela sentada en el tubo superior. Aprovecha así el viaje de tantos kilómetros que hacía a la finca donde trabajaba y en donde los terratenientes le exigían dejar hasta el alma empeñada.

 Ella disfrutaba del viento en su rostro, del paisaje, de ver a la gente caminando con sus coloridos trajes, siempre con algo que hacer, trabajando duro y preocupándose de los demás. Fue viajando en esa bicicleta que comenzaron a tenerse más confianza. Su amistad fue creciendo y su padre se convirtió en su mejor amigo.

De vuelta a casa ella lo esperaba, aunque podía ir caminando. Y es que disfrutaba tanto con su padre que en ocasiones le pedía que fueran a casa tan sólo andando, empujando la bicicleta para tardar más tiempo y así aprovechar para escuchar las historias que su padre le contaba. Historias fascinantes que parecían no ser ciertas pero él decía que sí lo eran, porque su propio padre se las había contado antes, a quien le hiciera lo mismo su abuelo, bisabuelo… desde tiempos ya perdidos en la memoria. Eran historias que no paraban de girar en el tiempo.

Al disiparse la nube de polvo el paisaje se aclaró. Ixtzunun se sintió feliz. De nuevo podía apreciar el cielo, las montañas, la milpa, las aves; todo lo que ella misma portaba en figuras tejidas a mano en su viejo y raído huipil.

Llegó al final de la cuesta. Era el momento de montar de nuevo en la bicicleta y seguir pedaleando por un terreno más llano, entre casitas desperdigadas entre los maizales, siembras de frijol y diversas hortalizas. Varios patojos y patojas montaban bicicletas más modernas, más cómodas; pero ninguna llamaba tanto la atención como la bicicleta de Ixtzunun con aquellos sillines alargados que no producían dolor de culo; las suspensiones simuladas que la hacían tan rígida y que a pesar de los años le habían cambiado muy pocas piezas. Llamaban principalmente la atención aquellos enormes catadióptricos y un alto manillar como si se tratara de armas para librar épicas batallas.

Llegó por fin a un camino asfaltado y el viaje se hizo más cómodo, aunque no tan placentero. Constantemente iban y venían automóviles de todo tipo dejando en el ambiente un olor nauseabundo a rancios líquidos quemados. Ella prefería los caminos polvorientos, aquellos que huelen a tierra, a nuestra Madre Tierra. Algunos m’us incluso le bocinaban para que se apartara o simplemente por bocinar sin más, diluyendo el sonido del ambiente en una cacofonía mecánica.

Las ruedas seguían girando y de nuevo se perdió en sus pensamientos. Pensó que las ruedas no eran las que giraban sobre el camino, ¿sería posible? Era el mundo el que giraba bajo sus pies accionado con su pedalear. Imaginó que las ruedas de la bicicleta eran la vida misma. Se dio cuenta que la rueda trasera era el pasado, era la que más trabajo costaba mantener girando. Pesaban sobre esa rueda gran cantidad de recuerdos, bonitos y feos, sentimientos alegres y dolorosos. Pero si se mantenía girando esa rueda trasera lograba que la delantera, que era el presente, siguiera avanzando hasta donde uno decidiera; el futuro. 

www.andreacparedes.com

Qué recuerdo tan lindo cuando su papaíto decidió enseñarle a manejar la bicicleta con toda la paciencia del mundo. Ixtzunun aprendió rápido. Eso fue bueno para el padre porque él ya presentía que un día ya no se podría tan siquiera levantar para ir a trabajar. Y así ocurrió. Cayó muy enfermo poco tiempo después. Murió. Dejó de existir en este mundo de una enfermedad que ataca únicamente a los pobres. En la ciudad le hubieran tratado y curado pero en la aldea ni siquiera el Ajq’ij pudo adivinar qué tenía. El adivino únicamente sabía que el alma de tat ahora estaba girando en otro plano existencial, en el mismo lugar; pero de diferente modo.

Ixtzunun llegó a un lugar con gran concentración de personas de todos los pueblos. Era fácil identificar de qué pueblos provenía cada quien por los diseños de sus trajes. Había tantas personas que tuvo que bajarse de la bicicleta y llevarla empujando entre la muchedumbre. Era un mercado inundado por exquisitas fragancias de incienso, frutas y flores, y la vista se perdía en el gran colorido de máscaras, trajes, telas y más gente.

Encontró un lugar para colocar su bicicleta, y allí comenzó su corazón a agitarse tan rápido y fuerte que no soportó el momento y soltó a llorar. 

-¿Qué pasa mija? ¿Se siente bien? –preguntó una de las tantas personas que se acercaron para ver lo que tenía la patoja.

Sus lágrimas y mocos se hicieron de color marrón al mezclarse con el polvo que traía encima. Apenas y se le entendió lo que dijo. 

–Necesito vender la bicicleta.  

 La voz recorrió todo el mercado, girando una y otra vez hasta que un señor dijo estar interesado. Negoció y acordó con Ixtzunun pagar menos de la mitad del precio que ella había dicho. La quería de chatarra para reciclar. 

Ixtzunun regresó caminando a su aldea. Muchos kilómetros a pie. Su mamaíta la esperaba preocupada y al verla sin la bicicleta también soltó el llanto. El dinero les sería útil para el funeral de su tat.

Al morir el alma se va al inframundo, a Xib'alb'a. El lugar donde brotan el agua y las semillas; elementos que dan la vida a quienes habitan la tierra y, por tanto, es también el lugar del renacimiento. Donde vuelven los difuntos a ayudar a los vivos, en un girar constante de la vida.








No hay comentarios:

Publicar un comentario