Caballeros cadetes del cuarto semestre, sección "B". Hugo
Roberto Paiz Porras (segunda fila con marca celeste). Foto: archivo familiar
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POR MARÍA PAIZ
Quizá
la niñez de ninguna persona se parezca a la de otra. La mía, por ejemplo, fue
una infancia de pueblo y de muchas mudanzas. La última vez que conté cuántas
veces me había mudado, ya había contado 12 cambios de casa. Esto a causa de que
mi padre era militar, el kaibil 147, miembro de infantería, y mi madre
comerciante de ropa, flores y comida.
Para
estar con papá, viajábamos para donde él estuviera y, cuando falleció, a mamá
se le quitó el hábito nómada que por necesidad adoptamos y comenzamos a buscar
estabilidad, aunque lo que estaba por venir no lo imaginábamos.
Quizá
sea lo mismo que ser la hija de cualquier otro hombre, sin importar su oficio y
profesión. Los hay buenos y malos padres en todas las partes del mundo.
Quien no
tenga un padre militar, quizás esté lleno de prejuicios de lo que esto
significa y seguro sus razones tendrá, la historia no puede negarse. Sin
embargo, este relato no busca ser una ovación o crítica a la institución, sino
un acercamiento a una familia común que tuvo como padre a un miembro del Ejército,
para que ustedes nos conozcan. Particularmente aprendí hace pocos años, cerca
de mis 24, que a mi padre, como padre, yo no puedo juzgarlo; nos cuidó con amor
y procuró nuestro bien todo el tiempo. Como profesional y como persona, sus
amigos me han hablado de su ética intachable y eso me hace sentir orgullosa. Y
como militar, yo lo veo como un trabajo. Como quien es docente, albañil,
empresario o policía.
La
institución del Ejército en Guatemala ha sido otra cosa y para ello hay ensayos
específicos, literatura universal que lo registra y, sobre todo, hay historia
que, aún vívida nos refleja entre nosotros los estragos que dejaron los mal contados
36 años de guerra, cuando aún no vivimos en paz.
Nuestro
padre fue maestro y posterior a eso oficial del Ejército. Estuvo en guerra, en
una guerra que ninguno pidió y todos tuvimos, yo lo vi muy poco tiempo y ahora
que lo escribo quizá no lo recuerde tanto pero sí lo extraño. Recuerdo que una
vez estuvo más de 30 días en montaña y en aquel momento no había WhatsApp para
avisar, ni teléfonos inteligentes por todos lados para comunicarse de alguna
manera. Estábamos en guerra. Sí, ¡todos estábamos en guerra! y lo diré siempre:
¡nadie lo pidió!
Por
supuesto, en ese tiempo tampoco recibimos un telegrama. No supimos nada de él
en casi un mes. Yo, quizá, no me percataba de la gravedad del momento, tenía
cerca de 3 años y muy poca memoria de lo que ocurría para entonces. Mamá tenía
cinco hijos y cerca de solo 28 años, ella sí lo vivía todo y relata que esperaba
con ansias que papá volviera, y esperaba del día uno al veintinueve que todos los
días fueran ese día treinta, donde por fin lo vio entrar por la puerta para
irnos a saludar.
¿Cómo
vivieron ustedes la guerra?
A mamá
le llenaba de angustia la guerra, la espera, la desgarradora llamada que se
llenaba de dolor e incertidumbre donde, con algún dejo de esperanza, el llanto
se sostenía en su garganta para no soltarse cuando al responder al teléfono
escuchaba: “Señora Odilia Elena de Paiz, preséntese al Hospital Militar para
identificar si alguno de los cuerpos de los oficiales es de su esposo”.
Ella y
otras de sus amigas, que enviudaron al poco tiempo, asistían asiduamente tras
cada llamada que recibían y, entre angustia y resignación, identificaban que
esta vez ninguno de los cuerpos correspondía a sus esposos y podían volver a
casa, a veces con la absurda y eterna esperanza de que aparecerían con vida.
Durante
el tiempo que papá estuvo en la montaña vio morir a muchos de sus compañeros y
a otros pocos los vio tener más suerte y volver con vida. Uno de los soldados
de su tropa fue herido por la guerrilla y en el intento de salvarle la vida le
practicó RCP sin éxito. Ya había fallecido. Sin embargo, ese intento de
salvarle la vida le hizo adquirir un síndrome denominado Guillain-Barré, que es
un trastorno poco común que hace que el sistema inmunitario ataque el sistema
nervioso periférico; él no sabía que lo tenía, ni estaba enterado que a través
de practicar RCP lo había adquirido, no presentó ningún síntoma y aparentemente
estaba sano. Pocos días después de pasar casi un mes completo en las montañas
volvió a casa y entre lágrimas y sonrisas abrazó a cada uno de sus hijos,
incluyendo a Hugo Arturo, el segundo de sus hijos y el único varón, quien tenía
las defensas muy bajas y adquirió este extraño mal del que su padre parecía ser
un portador sano.
Papá
murió cuando yo tenía 6 años, y para entonces nosotros vivíamos en una casa
color rosa de la que mamá eligió el color. Parece que a papá no le gustaba pero
tardó mucho en cambiarlo. Vivíamos en un barrio del pueblo de Esquipulas que se
llama “Los Arcos”. Era tranquilo y alegre, habían palos de jocote corona que en
temporada se llenaban de niños para intentar cortarlos y una que otra tienda de
barrio para abastecer a los vecinos. Cerca había un río con algunos pececitos y
muchos tepocates. Nosotros íbamos para intentar pescar con un palito, hilo y
tortillas, las calles eran de terracería y el clima era cálido, se encontraban caballos,
pollos y pijijes por ahí caminando. Recuerdo mi infancia y quizá recuerde con
poca claridad a mi padre. Viajaba mucho y casi no estaba en casa. Como dije,
fue maestro y después oficial del Ejército, y con los 5 hijos que tuvo debía
estar mucho tiempo fuera trabajando para asegurar que no nos faltara lo
indispensable. Ahora lo que más recuerdo son los efectos de su ausencia, los
rostros de preocupación de la familia mientras moría, pues enfermó y casi moría
en la casa.
¿Qué
sigue después?
Las
secuelas de la guerra alcanzaron a mi hermano, mucho tiempo después, con varias
operaciones cuando sus defensas fueron debilitándose. Hugo Arturo,
el segundo de sus hijos, el “Nene”, como le llamaban de cariño, estuvo sometido
a múltiples operaciones a partir de este padecimiento y después de más de 6
meses en el intensivo del Hospital Roosevelt, de estar en coma y de múltiples
intervenciones quirúrgicas; perdió la vida en una de ellas a sus 16 años. Luchó
por su vida hasta el último momento. Para todos fue duro, para mamá lo fue más.
Las secuelas de la guerra estuvieron presentes.
Mamá ha
sido siempre una mujer valiente, trabajadora desde pequeña y esforzada. Se
enamoró a muy corta edad y se casó con papá a sus 17 años, eran otros tiempos,
dirán, pero quizá no han cambiado tanto y casi a la edad que ahora tengo yo,
mamá tenía 5 hijos. Jamás fue fácil, siempre hizo más de lo que le era posible.
El
pasado no puede borrarse, ahora es historia. La estigmatización de las personas
es ahora más frecuente que antes gracias a las redes sociales. Sin embargo, una
aprende a reconocer su historia, a reconciliarse con su pasado, a definir su
personalidad y eso te hace caminar en calma, sabiendo que tú no debes nada por
la profesión de tu padre y entiendo que desde tu espacio y tu visión puedes
contribuir a que la historia de tu país cambie, sin negar la historia, porque
en todos nosotros ha quedado escrita…
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María Paiz CONEXIÓN
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Hola María, muchas gracias por compartir tu historia. Me consta que eres una profesional a carta cabal, una mujer y una persona comprometida con la justicia social. Como bien dices los prejuicios nos codicionan y li.itan las posibilidades de crecer. Un abrazi.
ResponderEliminarHola Maria soy de Colombia y me gusto su relato de su padre y parte de tu vida. En cuanto el tema de asuntos inconclusos.....todos lo vivimos y aun despues de viejos siempre tendremos asuntos inclonclusos para bien o para mal. Pero esa es nuestra vida y el plano terraquio donde realizamos nuestra existencia a diario nos enseña muchas cosas y a veces nos complicamos porque querer salvar el mundo. Por eso es vital volver a lo basico. Leer mucho si, es fundamental para que te mantengas vivo de expectativas pero aterricemos. Consejo leer a Paulo Andre Chenso medico y profesor y creo un manual para la vida y vale la pena leerla y ponerla en practica. Adios.www.reddametumano.jimdo.com
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