El anterior panorama, con la caída del muro de Berlín y todas las otras
caídas que eso trajo aparejadas, hizo sentir a la derecha global, siempre
capitaneada por Washington, el gran vencedor de la Guerra Fría. De allí el grito
triunfal de Francis Fukuyama respecto a que la historia había terminado, o la
altanera afirmación de la "Dama de Hierro", Margaret Thatcher, en relación a que “no hay alternativa”...
Analistas como el sociólogo Edelberto Torres-Rivas creen que el Estado fuerte y liberal de Guatemala desaparece a mediados de los años ochentas del siglo xx con la reforma constitucional, y se pasa al neoliberalismo. Otros como el economista y exministro de Finanzas, Juan Alberto Fuentes Knight, opinan que con el gobierno de Arzú (1996-2000) inicia un proceso de flexibilización del gasto público en sectores como la construcción, salud y educación, y con ello el sistema de corrupción actual. Foto: Prensa Libre, archivo |
El golpe fue tan grande, que por un momento todo el campo popular sintió
que era cierto, que “la historia estaba echada”, que “no había ninguna salida”.
Pero la historia sigue y también las injusticias. Por tanto, la gente de carne
y hueso, que es la que realmente hace la historia, siguió reaccionado ante las
inequidades. Sin duda que la “pedagogía del terror” que se aplicó con muertos,
desaparecidos, torturados y aldeas arrasadas silenció la protesta por un
tiempo. La desarticulación de las demandas fue grande y al día de hoy aún se
siente, lo cual no significa que terminaran las injusticias y la explotación o
que los pueblos dejaran de sufrir y alzar la voz ante los atropellos.
Lentamente, reorganizándose como pudieron, los colectivos sociales
siguieron adelante con sus demandas. Surgieron así, o cobraron fuerza, nuevas
formas de lucha, de protesta, de confrontación al capital y a las distintas
formas de explotación (luchas étnicas, reivindicaciones de género). Las
izquierdas políticas, bien organizadas y con un norte claro (o aparentemente
claro) de las décadas pasadas y en general en desbandada, fueron cediendo su
lugar a las izquierdas sociales, a los movimientos contestatarios y
antisistémicos, en muchos casos bastante espontáneos.
Las fuerzas políticas de cuño marxista que, en más de alguna ocasión
veían la revolución socialista como algo cercano en la década de los 70 del
pasado siglo, involucionaron. Muchos partidos comunistas se transformaron en
socialdemócratas. Buena parte de la izquierda revolucionaria se convirtió en
una izquierda no confrontativa con el sistema, amansándose, pasando a planteos
posibilistas y electorales. Lo que algunas décadas atrás se denostaba
implacablemente (la lucha electoral, por ejemplo), pasó a ser, en mucha gente
de izquierda, el único camino posible. El saco y la corbata o el maquillaje y
los tacones, vinieron a reemplazar la boina guerrillera. Pero no sólo en
términos de indumentaria, obviamente: el retroceso se dio en ámbitos más profundos.
Si los años 80 pudieron ser llamados la “década perdida”, los 90 marcan
un nuevo auge, una recomposición, un nuevo despertar de procesos populares.
Ahora bien: debe quedar claro que los parámetros de las luchas de años atrás
variaron sustancialmente. Para el siglo xxi, tener trabajo es ya un éxito, y
dadas las condiciones generales que impuso el neoliberalismo con su hiper-explotación,
la vida pasó a ser en muy buena medida y casi en exclusividad, una dura y
cotidiana lucha por la pura sobrevivencia. La precarización se hizo evidente en
todos los aspectos y en todos los sectores socioeconómicos. Por ahí se dijo
que hoy un trabajador (obrero industrial o productor intelectual) trabaja tanto
como en la Edad Media europea.
Nuevos problemas aparecieron en la escena, como la delincuencia urbana
generalizada, el consumo de drogas ilegales y el narcotráfico. Esos elementos fueron
marcando la dinámica actual. La lucha de clases pareció salir de escena pero
obviamente ¡no salió! Ahí está, siempre presente, aunque invisibilizada a
través del monumental bombardeo mediático al que se somete a la población.
“Protestar” es cosa del pasado, parece ser la consigna. Eso es lo que el
discurso de la derecha, omnímodo, incuestionable, intenta presentar como
versión oficial de las cosas. De la mano de eso se muestra, maquilladamente, un
supuesto paraíso donde los países desarrollaron su modelo neoliberal y se
remite al caso de Chile como paradigma. Pero la realidad es muy otra: con la
aplicación de esas recetas liberales Latinoamérica pasó a ser la región del
orbe con mayor inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres son mayores que
en ninguna otra parte. Con los planes de achicamiento de los Estados y las
recetas fondomonetaristas que la atravesaron estas últimas décadas, la
exclusión social creció en forma agigantada: en los inicios de la década del 80
había 120 millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 250 millones en
los últimos 30 años y de ellos más de 100 son población en situación
de miseria absoluta.
Así como creció la pobreza, igualmente creció la acumulación de riquezas
en cada vez menos manos. La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente
el desarrollo de los países y sólo algunos grupos locales (en general unidos a
capitales transnacionales) son los que crecen; por el contrario, las grandes
mayorías urbanas y rurales decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que
no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago
por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas
matrices de las empresas que operan en la región. Las remesas que retornan son
mínimas en relación a lo que se va. Y la cooperación internacional, con las
migajas que aporta, ni por cerca puede ser una solución valedera a estos
problemas tan profundos.
De este modo, el sistema tiene controlada la protesta social. Dado que la
subocupación y la desocupación abierta crecieron exponencialmente, tener un
puesto de trabajo es un bien codiciado que se debe cuidar como tesoro. Eso es
una forma de evitar la protesta social. A lo que se suma la pedagogía del
terror ya mencionada, asentada en años de violencia generalizada con Estados
contrainsurgentes que violaron en forma inmisericorde los más elementales Derechos Humanos. Y si la población sigue protestando se la criminaliza, o se
la reprime abiertamente.
En ese escenario de retroceso social, el grueso de las izquierdas
también retrocedió. El ideario revolucionario de años atrás quedó en suspenso.
Muchas de las iniciativas de izquierda “se calmaron”. Así se produjo un cambio
importante en la correlación de fuerzas y en las dinámicas sociopolíticas:
para el sistema capitalista dominante, para las oligarquías nacionales en cada
país de Latinoamérica y para Washington (eje decisorio de lo que sucede en la
región, vista siempre como su “patio trasero”), el principal enemigo son ahora
los movimientos populares, lo que podríamos llamar la "izquierda social" y no
tanto las izquierdas políticas (hoy, en muchos casos ocupando posiciones de
gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por
aparecer en televisión)...
Artículo publicado en Prensa Latina y reeditado por Asuntos Inconclusos el 2/3/16 a las 9:28 horas
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Marcelo Colussi PLATIQUEMOS UN RATO
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