Foto: Christian Rodríguez |
POR CHRISTIAN RODRÍGUEZ
Los niños son igual de felices con palos que
con tablets, pero los palos no les mata su imaginación.
Durante mi niñez, pasaba las vacaciones escolares
en una pequeña aldea en Zacapa en donde literalmente retrocedía en el tiempo. En
las casas no había televisión ni teléfonos y tan solo un par de familias
tenían energía eléctrica. Eran casitas con techo de palma y paredes de adobe o
palos puestos verticalmente por donde se colaba el viento y podía ver a través
de ellos hacia la calle, así que no tenían ventanas. Las puertas se cerraban
por las noches para que no entraran animales o espíritus, ya que se decía que
sólo por la noche intentaban entrar y por eso durante el día las puertas siempre
permanecían abiertas; si las familias tenían que salir se colocaba una vara
de bambú atravesada para indicar que no había nadie dentro.
Aparte de las casitas de adobe no había mucho
más que piedras, cactus y un sinfín de hermosos guayacanes que con su sombra
daban un respiro ante el implacable sol de esa sofocante y árida región.
El calor de esa tierra era infernal durante
todo el año, la tierra quemaba los pies. Era tan ardiente como las brasas de
leña con la que cocinaba mi abuela. Aun así, la mayoría de personas andaban
descalzas, tenían la planta de sus pies como del más duro cuero que les
permitía correr sobre puntiagudas y filosas piedras que no les hacían ni
cosquillas.
La mayoría de niños y niñas que vivían allí conocía
los secretos de las plantas, de los animales… todo el tiempo estaban atentos a descubrir bichos y esperar el paso de las aves, aunque luego las cazaban disparándoles piedras con sus resorteras, algo que yo siempre les recriminé y que jamás
entendieron. Era parte de su vida.
Hice varios amigos a pesar de que yo era muy
diferente a ellos, vestía distinto y jamás me quitaba los zapatos. Tenía fama
de ser sofisticado por venir de la ciudad, donde sí teníamos energía eléctrica
y televisión B/N. También decían que yo era muy inteligente, porque era de los afortunados
que podían asistir a una escuela.
Sin embargo, en esa aldea me sentía como un
verdadero inútil. No podía hacer las cosas que ellos hacían de manera natural,
como caminar descalzo, trepar a los árboles, saber qué semillas o flores se
podían comer, o identificar qué bichos se podían tocar. Eran fuertes, rápidos y
muy ágiles, mientras yo era un debilucho, lento y bastante torpe.
Tampoco era hábil en el uso de herramientas, ellos
con solo 8 ó 10 años se manejaban perfectamente bien con machetes, hondas,
trampas para animales; hasta hacían fuego con piedras y navajas con obsidiana. Me
maravilla viéndoles porque ellos sabían tantas cosas que en la escuela jamás me
enseñaron.
A medio camino de la colecta de leña, entre un
laberinto de arbustos y plantas espinosas, llegábamos a un río de aguas
cristalinas. Todos, sin pensarlo, se subían a una piedra enorme y se lanzaban
desde lo alto dando vueltas en el aire o zambulléndose de cabeza en la profunda
posa de agua. Todos menos yo. A mí me daba miedo porque casi no podía nadar.
Luego del baño tocaba regresar. Cargados con
las pesadas cargas de leña iban cantando y riendo. Yo les seguía con la
respiración entrecortada cargando con apenas unos cuántos palitos secos que no
pesaban ni una cuarta parte del peso que ellos llevaban a sus espaldas.
Siempre, después de comer, jugábamos el resto de
la tarde, no teníamos juguetes así que improvisábamos con piedras, frutas y
palos. Nuestro lugar favorito de la casa era una piedra del tamaño de un sofá
bajo la sombra de un árbol de limón. Esa piedra nos sirvió de muchos juegos: a veces imaginábamos que era un caballo, otras veces un cohete espacial, pero la
mayoría de ocasiones jugábamos a que esa piedra era un bus. Le hacíamos
palancas con palos y pedales con otras piedras. El dinero para pagar el viaje
imaginario eran piedras o semillas. Esa misma piedra nos sirvió para jugar a la
comidita: los platos los hacíamos con la piel de naranjas partidas a la mitad o
con los morros de los tecomates.
Nos divertíamos mucho, pero las vacaciones
escolares terminaban y tocaba regresar a la ciudad cosmopolita y moderna,
donde la vida iba a un ritmo mucho más acelerado, y cada vez había menos tiempo
para pensar, fantasear o para aburrirse. De la televisión blanco y negro con 4 canales, rápido pasamos a las de
color, y luego vinieron los cientos de canales y, sin darnos cuenta, ya estábamos cambiándolas
por pantallas planas 3D y alta resolución.
De un teléfono que servía para hacer llamadas, pasamos
a otros que nos sirven para todo, con miles de Apps que permiten jugar, escuchar
música, ver vídeos, comprar, sacar fotos y hasta te dicen por dónde tienes que
ir si no sabes cómo llegar a un sitio. Ahí vamos pendientes de las
instrucciones por voz que nos dicen, lo mismo que de las flechitas que nos mandan
para acá y para allá, y así convertimos la tarea de buscar una dirección en un
entretenimiento más.
Curiosamente ese crecimiento tecnológico que
nos da múltiples opciones de entretenimiento es inversamente proporcional a
nuestra satisfacción. No soltamos las pantallas ni siquiera para ir al baño, lugar
apropiado en la intimidad para revisar más relajadamente correos y publicaciones
en redes sociales. Aunque algunas personas, jóvenes en su mayoría, esa
“intimidad” la han obviado y se ponen a sacar selfies; sí, en el mismo lugar
donde cagan.
Decía Peter Capusotto, cómico argentino, que
el aburrimiento lo inventaron los capitalistas neoliberales así como
contaminan los ríos, para luego vendernos agua embotellada; lo mismo hicieron
con el aburrimiento: nos venden la comunicación como remedio. Nos comunicamos
más por entretenernos que por decir algo realmente importante.
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Es tal nuestra necesidad de comunicarnos por
pantallas que intentamos ahorrarnos tiempo escribiendo “q” en lugar de “que”,
“tqm” en lugar de “te quiero mucho” o “wtf”, que le podemos dar el significado
que nos plazca. Un buen amigo mío decía: “Me pregunto qué harán con todo ese
tiempo que ahorran al no escribir el resto de letras”.
A nuestros hijos no les dejamos aburrirse. En
el momento que vemos que no están haciendo nada o que pueden interferir en
nuestras tareas les ponemos pantallas, no solo para entretenerles sino también
para que coman o para que les entre el sueño.
Están siempre ante pantallas o con juguetes
tan inteligentes que hacen de todo, incluso hacen parecer estúpidos a los niños.
Juguetes que hacen mil sonidos, luces y movimientos como quien dice: “No me
toques tanto que yo lo haré todo por ti”.
No me extraña que de adultos la mayoría prefiera
conocer las historias viendo las películas ya hechas y súper-resumidas que leerlas
en libros con la que despiertas la imaginación con cada detalle de personajes, contextos y situaciones.
Estamos criando bebés con estimulación
temprana, niños hiperactivos y adultos estresados.
Íbamos a la montaña a salirnos de ese círculo
vicioso de la vida rápida, a despejar la mente, a aburrirnos a fantasear con la
inmensidad de la naturaleza. Pero eso se acabó, ahora se va a la montaña a
hacer mediciones de distancias, tiempos, calorías quemadas, desniveles, pasos dados
y de ver cómo se incrementan nuestros megas y gigas por las fotos, vídeos y
transmisiones en vivo.
No estoy en contra de la tecnología, todo
lo contrario. Soy aficionado del internet y de las redes sociales, un
apasionado de las computadoras a nivel programación y fui profesor de
informática durante 15 años. Pero es que me gustaría ver a más niños aburridos para que piensen, fantaseen o pongan su mente en blanco para que digieran mejor
su entorno.
Aburrirnos es importante, porque el tiempo
pasa más lento y así lo apreciamos mejor. Aburrimiento no es sinónimo de
tristeza, sino todo lo contrario: aburrirse agitando un palo o tirando piedras
al charco es divertido… y no mata nuestra imaginación...
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Nací en 1976. Crecí en la zona 18.
Para escapar me fui a probar suerte a las montañas (más de 400 ascendidas en Europa, África y América).
Soy guía de montaña titulado en Europa, conferencista, galardonado escritor y fotógrafo. Presidente de Entreamigos-Lagun Artean. Migré a tierras vascas (2009) siguiendo el amor |
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Recordaste mi infancia, tengo 25 pero todavía tuve el privilegio de jugar en las calles de xela con mi banda, fue lo mejor que pude haber vivido, ahora estoy tratando de hacer lo mismo con mi hija, pero es complicado, ya no te sentís seguro caminando por algún lugar, eso es lo feo de la historia.
ResponderEliminarGracias por el comentario Josué. Yo a mi hijos me los llevo al bosque, a las montañas y cuando viajamos intentamos ir a poblados pequeños... ahí todavía se puede vivir.
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