Foto: agencias/GUIOTECA |
POR MARCELO COLUSSI
Venezuela
está viviendo una situación muy especial. Puede ser un momento definitorio: la
revolución bolivariana está ante la posibilidad de caer o de profundizarse como
propuesta socialista. O, en todo caso, de tomar otro camino: una negociación
con las fuerzas que la adversan, una claudicación, que daría por resultado un
proceso híbrido.
En realidad, el proceso que se vive desde 1998 con la llegada al
poder ejecutivo de Hugo Chávez es ya bastante híbrido. Su aparición no fue una
revolución popular, socialista, como las que se dieron en Rusia, China o Cuba.
Fue un proceso confuso en el que un militar formado en el anticomunismo,
antimarxista, profundamente cristiano, se montó en el descontento popular que
venía dándose desde 1989 con el Caracazo, la gran reacción a las medidas
neoliberales. Chávez ganó las elecciones y comenzó a construir un proyecto
nacionalista, pero, para sorpresa de todos (aun de la misma población que lo
votó), rápidamente comenzó a hablar de un "nuevo socialismo" y a formular la
crítica del socialismo real, ya caído para ese entonces.
En realidad, el proyecto de la revolución bolivariana fue más un
sentimiento que una idea política: fue una gran movilización centrada en la
figura carismática de un líder como pocos. Pero no hubo transformaciones
revolucionarias de base. De todos modos, sin dudas se registraron cambios en el
país. A partir de un proyecto nacionalista, popular, con una alta carga de
asistencialismo, los sectores históricamente postergados (el grueso de la
población) se vieron favorecidos. La renta petrolera, siempre muy alta,
favoreció esos programas sociales.
De todos modos, el proyecto chavista nunca fue propiamente una
transformación revolucionaria de la sociedad. De hecho, la propiedad privada
capitalista siguió siendo definitoria. No hubo expropiaciones de los medios de
producción. No hubo reforma agraria. No se construyó un efectivo poder popular
desde abajo con milicias armadas defendiendo la revolución. Hubo, por supuesto,
profundas mejoras en la situación de vida de las grandes mayorías, pero siempre
desde una óptica de asistencialismo estatal. La revolución, en muy buena
medida, era Chávez. «Chávez me regaló la casa», podría ser una frase que
sintetiza la dinámica establecida. Alguna vez, caminando juntos por Venezuela y
viendo cómo la gente se le arrimaba al presidente a pedirle de todo, Fidel
Castro dijo: «Chico, pareces el alcalde del país». Eso es el proceso
bolivariano: una indefinición ideológica (se mezclaba el Che Guevara con Jesús) asentada casi
exclusivamente en la figura de un líder carismático.
Muerto Chávez, con Maduro de presidente, la dinámica no cambió
sustancialmente. Pero sí hubo una diferencia: el precio del petróleo bajó, por
lo que la bonanza de años atrás no pudo seguir manteniéndose. El socialismo del
siglo xxi, nunca claramente definido, fue más una promesa que una realidad y,
con una renta petrolera mermada, fue lentificándose.
Si bien Venezuela no era una profunda revolución socialista (la
cultura del rentismo petrolero no desapareció, tampoco el consumismo agringado ni las Miss Universo), Estados Unidos
bombardeó siempre el proceso bolivariano. ¿Por qué? Porque allí se encuentran
las reservas petroleras más grande del mundo, vitales para la economía
estadounidense. Ese es el motivo de fondo del continuo ataque: intento de golpe
de Estado, saboteo, matriz mediática furiosamente antichavista. Con Maduro, la
derecha (nacional y la de Washington) arreciaron la arremetida.
Desde hace un tiempo los medios de comunicación comerciales de
todo el mundo presentan a Venezuela como un caos, manejada por una supuesta dictadura
comunista, con violencia e insolubles problemas económicos. La
imagen de Maduro es pisoteada a diario, y el clima de zozobra que se ha ido
creando (con desabastecimiento programado, mercado negro, provocaciones de
bandas armadas) hace complicada la vida cotidiana para el venezolano común, a
tal punto que Washington ya habla de la necesidad de intervenir en el país para
«salvar la democracia». Un coro de países títeres y la OEA avalan la idea.
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¿Qué puede pasar ahora en el país sudamericano? El proceso está
complicado y las opciones parecen solo dos: o se profundiza realmente la vía
socialista o la contrarrevolución puede arrasar todo lo avanzando por el
chavismo en estos años, de modo que esa riqueza petrolera quede en manos de las
multinacionales estadounidenses y europeas.
Está claro que la revolución está en aprietos. Medidas
socialistas que deberían haberse tomado años atrás (control obrero de la
producción, milicias populares, diversificación productiva para salir del
rentismo petrolero, reforma agraria, profundización real del poder popular)
pueden ser el camino. La tibieza en este momento puede ser el preámbulo del
envalentonamiento final de la derecha. Las concesiones no aplacan la furia,
sino que la encienden más.
Dijo Rosa Luxemburgo, analizando la revolución rusa: «No se
puede mantener el justo medio en ninguna revolución. La ley de su
naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta
la cima de la montaña de la historia o cae arrastrada por su propio peso
nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren,
con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino y los arrojará al
abismo».
Conclusión: el socialismo solo puede mejorarse con ¡más y mejor
socialismo!, nunca con menos...
Nota
publicada en Plaza Pública el 15/5/17.
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