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POR MARCELO COLUSSI
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El sistema capitalista ha impulsado
prodigiosos avances en la historia de la Humanidad. El portentoso desarrollo
científico-técnico que se viene experimentando desde hace dos o tres siglos,
que ha cambiado la fisonomía del mundo, va de la mano de la industria moderna.
Problemas ancestrales de los seres humanos comenzaron a resolverse con estos
nuevos aires, que desde el Renacimiento europeo en adelante se expandieron por
todo el planeta.
Pero ese monumental crecimiento tiene un alto
precio: el modo de producción capitalista sigue siendo tan pernicioso para las
grandes mayorías como lo fue el esclavismo en la Antigüedad. Para que hoy un 15%
de la población mundial goce las mieles del “progreso” y la “prosperidad”
(oligarquías de todos los países y masa trabajadora del Norte), la inmensa
mayoría planetaria pasa penurias. Con el agravante (cosa que toda la anterior
historia humana no presentó) de la catástrofe medioambiental que su insaciable
afán de lucro ha producido. No olvidar que para constituirse como sistema con
mayoría de edad debió masacrar millones de nativos americanos y africanos,
produciendo así la acumulación originaria que posibilitó la industria moderna
en Europa. En síntesis: el capitalismo es sinónimo no tanto de desarrollo y
prosperidad, sino de muerte y destrucción.
Ahora bien: ese desarrollo material fabuloso
no logra repartir equitativamente, con auténtica solidaridad, los productos de
su colosal producción: se llega al planeta Marte o se desarrolla inteligencia
artificial más inteligente que la misma inteligencia humana, pero no se puede
acabar con el hambre. Sin dudas, algo anda mal en el sistema capitalista. Y no
se trata de algún error coyuntural, alguna tuerca suelta que se pueda ajustar:
el problema es estructural, de base.
Dicho de otro modo: el sistema capitalista no
puede ofrecer soluciones reales a los problemas de toda la Humanidad. No puede,
aunque quiera, pues en su esencia misma están los límites: como se produce en
función de la ganancia, del lucro personal del dueño del capital, el bien común
queda relegado. Por más que lo intente (capitalismo de rostro humano, medidas
caritativas para los más necesitados, válvulas de escape para permitir algunas
mejoras paliativas) el sistema en su conjunto se erige 1) en contra del
colectivo, al que convierte en esclavo asalariado explotándolo en forma
inmisericorde, y 2) en contra de la naturaleza, a la que convierte en una
mercadería más para consumir, obviando así que si la destruimos nos quedamos
sin casa donde vivir.
Como sistema, el capitalismo tiene momentos
de expansión y de repliegue, pues la producción no está planificada. Se supone
que “la mano invisible del mercado” la regula; pero esa “mano” no resuelve a
favor de las grandes mayorías, sino siempre en función de los capitales. Por
tanto, periódicamente se asiste a crisis sistémicas generales que siempre
terminan pagando los más desposeídos (es decir: las mayorías populares).
Ahora, desde 2008, se cursa una de las más
grandes de esas crisis, comparable a la de 1930 en el pasado siglo. La
especulación financiera sin par llevó a un quiebre de las economías,
produciendo una recesión fenomenal que empobreció más aún a los más pobres,
haciendo desaparecer enormes cantidades de sectores medios y acabando con
numerosos puestos de trabajo. El sistema no termina de salir de su marasmo,
aunque los grandes capitales en aprietos (bancos de primer nivel, grandes
empresas industriales como la General Motors) sí reciben asistencia de sus
Estados, en tanto las grandes masas de empobrecidos tienen que ajustarse más el
cinturón y resignarse. En otros términos: las ganancias quedan siempre para el
capital, las pérdidas se socializan y las paga la clase trabajadora, el
pobrerío en su conjunto.
2
En las potencias capitalistas (Estados Unidos,
Europa Occidental, Japón), la crisis se siente de una manera distinta a como
afecta en los países históricamente empobrecidos (el Sur, el antes llamado “Tercer
Mundo”). El fantasma en juego en el Norte no es, exactamente, el hambre, pero
sí la precarización de la vida, la falta de trabajo, el estancamiento
económico. La pobreza, de todos modos, siempre es pobreza. Los planes de
capitalismo salvaje de estas últimas décadas (eufemísticamente llamado “neoliberalismo”),
además de acumular más riquezas en los ya históricamente más ricos,
pauperizaron de una forma alarmante al conjunto de trabajadores en todas partes
del mundo.
Por una combinación de causas (planes
neoliberales de ajuste hacia las masas trabajadoras, robotización creciente que
prescinde de mano de obra humana, traslado de plantas industriales desde la
metrópoli hacia la periferia buscando condiciones de mayor explotación), los
trabajadores del llamado “Primer Mundo” vienen sufriendo un descenso en su
nivel de vida. En Estados Unidos, la primera potencia capitalista mundial, ello
es más que evidente en estas últimas décadas.
Si bien el país no dejó de ser un gigante, la
calidad de vida de sus ciudadanos no está en franca mejoría, en expansión, como
pasó por varias décadas después de terminada la Segunda Guerra Mundial. De ser
la “locomotora de la Humanidad”, como se la consideró por largos años, la economía
estadounidense no está en sana expansión. El hiperconsumismo sin freno en que
entró llevó a un hiperendeudamiento (a nivel personal-familiar y a nivel
nacional) técnicamente impagable. El poder de Estados Unidos viene asentándose,
cada vez más, en ser “el grandote del barrio”: la discrecionalidad con que fijó
su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y
unas faraónicas fuerzas armadas que representan, ellas solas, la mitad de todos
los gastos militares globales, son los soportes en que se apoya su actual
grandiosidad. Pero la misma no es sostenible en forma sana, genuina. En otros
términos: la principal potencia capitalista del mundo tiene, de alguna forma,
pies de barro. La interdependencia de todos los capitales que fue tomando el
sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir
teniendo supremacía y su Estado funciona como gendarme del orden mundial, ahora
sin el fantasma del comunismo a la vista. Pero su dependencia de capitales de
otros puntos (China, Japón) es vital.
Por otro lado, su monumentalidad se basa, en
muy buena medida, en los recursos naturales que roba en distintas latitudes
(petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad), por lo que sin
ese militarismo desbocado (causa de muertes por millones, de destrucción, de avasallamiento
de grupos más vulnerables) su supremacía económica no sería tal. James Paul, en un informe del Global Policy Forum, lo
dice claro: “Así como los gobiernos de
los Estados Unidos. (…) necesitan las
empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad
de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su
poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el
mundo y las rutas de transporte”.
Pero esa economía próspera de las décadas del
50 y del 60 del siglo pasado se terminó. Estados Unidos, que de ningún modo ahora
es un país pobre, está en decadencia. Los homeless
(gente sin hogar) son cada vez más. Los trabajadores que han perdido sus
puestos, y con ello todos los beneficios sociales, se cuentan por millones.
Industrias florecientes de hace algunas décadas, ahora languidecen, pues para
el capital es más rentable invertir en la periferia, con salarios de hambre,
que en el propio territorio estadounidense.
Para ejemplo icónico de todo esto: la ciudad
de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el centro mundial de la
producción de automóviles, que nucleaba todas las grandes empresas de capital
netamente norteamericano con casi tres millones de habitantes, ahora es una
ciudad fantasma, con apenas trescientos mil pobladores, con fábricas cerradas,
entre pandillas y calles sin luz. ¿Por qué? Porque lisa y llanamente el capital
no tiene patria, no tiene nacionalismos sentimentales. Si los accionistas de la
General Motors, la Ford Company o la Chrysler encuentran que les es más
lucrativo montar sus plantas industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo
dejando en la calle a sus propios trabajadores estadounidenses, no tienen
ningún reparo en hacerlo. Y de hecho, eso es lo que han hecho.
Esa es la situación que viene dándose en
Estados Unidos y también en otros países de Europa Occidental: los trabajadores
van empobreciéndose. Es por ello que votaron a favor de la salida de la Unión
Europea por parte de los británicos (así como quieren hacerlo también en
Francia y en Holanda) o a favor de un ultraderechista como Donald Trump en
Estados Unidos. El motivo para esa creciente derechización es el deterioro de
la economía que, por supuesto, afecta a la clase desposeída y no a las
oligarquías.
3
Aquí es donde entra a jugar un agravante
extremadamente pernicioso: la ideología dominante, por supuesto de derecha y
conservadora. De acuerdo a esta tendenciosa visión de las cosas, se omite la
verdadera causa de esta creciente pauperización, buscándose un “chivo
expiatorio”. El mismo está dado por los “extranjeros”, aquellos que, según esa
deleznable ideología, “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y a
aprovecharse de la seguridad social”.
En otros términos: un “otro” distinto,
proveniente de fuera del colectivo dominante, es puesto como causa de los
males. Se está ahí ante el inicio del nazismo.
En la Alemania de la posguerra de 1918, ante
su derrota y humillación a manos de las otras potencias europeas que le ganaron
en la carrera por el reparto de las colonias africanas, fue apareciendo un
espíritu revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible
psicopatología, encarnó ese ideal. El Führer
decía lo que buena parte de la población alemana quería escuchar; él, como
ninguno, supo levantar el ultrajado nacionalismo pangermánico, llevando el
ideal teutón de “raza superior” como estandarte privilegiado. Para el caso, los
judíos ocuparon el lugar de chivo expiatorio.
No puede decirse que los movimientos nazi en
Alemania, o fascista en Italia, con Mussolini a la cabeza, sean atribuibles
solo a la personalidad desequilibrada de líderes carismáticos; eso puede ser un
elemento, pero definitivamente ellos representaban el ideal de buena parte de
la población. Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral
pisoteada en la derrota de la Primera Guerra Mundial: ahí apareció entonces esa
loca idea de la eugenesia, y de un blanco al que atacar, supuesto fundamento de
todos los males y desgracias. Los campos de concentración atestados de judíos
fueron el resultado de ello.
En los Estados Unidos actuales (y en buena
parte de Europa Occidental que no termina de salir de la crisis financiera
iniciada en el 2008) está sucediendo algo similar: una clase trabajadora
golpeada, en camino de empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón
de sus males. El sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación que
dispone (medios masivos de comunicación, aparatos ideológicos del Estado,
iglesias varias), impide ver las causas reales de la situación, poniendo a esos
extranjeros en el lugar de los demonios que atacan. De esa forma, los
inmigrantes indocumentados de Latinoamérica y el Caribe en Estados Unidos, o
los africanos llegados en las infernales pateras a través del Mediterráneo, así
como musulmanes y gente del Medio Oriente, se van transformando en el elemento
satanizado que representa la supuesta fuente de todas las desventuras.
Hoy día no hay campos de concentración, ni en
Europa ni en Estados Unidos; pero poco falta para ello. De alguna manera, esa
exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su
momento, encarna esa misión redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico,
racista, ultranacionalista, cuasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una
clase trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!”, es la consigna.
El mundo de la opulencia del Norte va
tornándose cada vez más hostil y refractario a los inmigrantes del Sur. No solo
no quiere “hispanos”, “negros” o “musulmanes”; procede a deshacerse de ellos.
El presidente Trump está empezando a poner en práctica esos valores,
institucionalizándolos. Sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca
lo evidencian. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una bravuconada
pirotécnica de campaña, pareciera querer concretarse en la realidad. La
negativa de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo estadounidense
se inscribe en esa línea.
En esa misma línea, también comienzan a darse,
cada vez con mayor frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como
expresión sintetizada de esto, lo recientemente ocurrido en los canales de
Venecia, donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada impávida
de europeos que, incluso en algún caso, le proferían insultos racistas.
Todo esto bien pudiera ser el preámbulo a
nuevos Auschwitz o Buchenwald. Los chivos expiatorios (la Psicología Social nos
lo enseña con claridad meridiana) sirven justamente como elemento unificador para
el grupo excluyente, que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a
los “inferiores” no deseables, satanizados como plaga bíblica.
El ´Brexit´ en Gran Bretaña, o Donald Trump
en Estados Unidos, expresan ese encono visceral (fascista) contra el otro
distinto, “malo de la película” que funciona como causa de todas las penurias,
escamoteando las verdaderas causas del problema: el sistema capitalista.
Más allá que Trump pueda ser un megalomaníaco
con profundas desequilibrios psicológicos, él representa lo que muchos
ciudadanos estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los
tiempos dorados de su economía de 50 ó 60 años atrás, presuntamente arruinada
por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante todo,
un país hecho por inmigrantes. Y,
fundamentalmente, se omite el verdadero problema en cuestión: el
empobrecimiento de los trabajadores no es por culpa de esos “indeseables”
extranjeros, sino producto de un sistema que no ofrece salidas.
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El nazismo inició así en los años 30s en
Alemania, cuando un cabo del ejército, probablemente desequilibrado en términos
psicológicos (eyaculaba solo dando sus discursos, emocionado como estaba), pudo
ser el representante de lo que una mayoría empobrecida quería hacer: renacer
como “raza superior”. Donald Trump sigue ese camino: representa el ideal
supremacista de los wasp (white, anglosaxon and protestant –blanco, anglosajón y protestante–). El
Ku Klux Klan supremacista (equivalente a los campos de concentración nazi y las
cámaras de gas para judíos) se siente ahora dueño de la situación.
La llegada de Trump puede marcar un punto de
inflexión en Estados Unidos. No está claro todavía cómo y para dónde seguirán
las cosas. Como mínimo, queda más que evidente que para el campo popular no
vienen los mejores tiempos. Es por eso que tenemos que estar extremadamente alertas a lo que siga y prepararnos para enfrentar la locura
en ciernes.
El capitalismo no tiene salida, y el nazismo,
expresión afiebrada de un capitalismo enloquecido, es más pernicioso aún,
porque hace del racismo su motor primordial. ¡Preparemos para enfrentar la
tormenta que se viene!
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