Cuando junto con mi esposa
decidimos traer bebés al mundo teníamos bien claro que queríamos que la llegada
de ese nuevo ser fuera lo más natural posible. Un acto íntimo en donde se
realiza la máxima expresión del amor; donde se entremezcla carnalidad, sangre,
sudor y gozo sensual. Parir es la culminación espléndida del acto sexual; el
orgasmo de la vida.
Deseábamos que la madre estuviera
en un lugar cómodo, natural e íntimo en donde la paz y la tranquilidad
armonizaran con su cuerpo, produciéndole relajación para que su energía fluyera
naturalmente en un equilibrio perfecto.
Imaginábamos nuestro parto
ideal, como aquel momento en donde las mujeres a punto de dar a luz se hacen acompañar
de sus seres queridos y de personas con
experiencia en ayudar a traer bebés. En Guatemala, por ejemplo, es con la ayuda de
alguna comadrona, junto al calor del Zumpúl
Che, Tuj, Chuj o temascal.
Ana Álvarez-Errecalde, artista visual argentina radicada en Barcelona. El nacimiento de mi hija (2005), autorretrato documental (link) |
Pero ya
vivíamos en España y, en ese país, parir en casa te puede costar más de 2 mil
euros (más de Q18 mil).
No es el
caso de otros países europeos que incluso lo promueven y lo subsidian como
Reino Unido, Dinamarca, Islandia o el caso de Holanda, donde el parto en casa
forma parte integral del sistema sanitario.
Pero la realidad nos
mostraba una cara totalmente distinta a la que deseábamos vivir.
Eran tantas
las historias que escuchábamos tanto de familiares, amistades y conocidos en
donde esa experiencia sublime se las habían robado a cambio de realizarles un
parto tan violentado; que era mejor no recordarlo.
En nuestra tan «avanzada»
sociedad, y sobre todo en Latinoamérica, nos hemos ido haciendo ajenos a
lo natural y preferimos lo artificial; lo plástico.
Hemos quitado el
protagonismo a esas madres y a esos bebés para dárselo a los hospitales y al
personal sanitario que, de buena fe, hacen unos desmadres desnaturalizando esta
bella experiencia a tal punto, que la mujer embarazada
dejó de verse como una persona normal que está capacitada para parir con poca o
ninguna ayuda.
No; ahora en los hospitales, sobre todo en los privados, a las mujeres
embarazadas las han convertido en mujeres inútiles que no pueden dar a luz y
necesitan la asistencia de muchas personas y herramientas de tortura.
Las tratan
como enfermas que hay que medicar a toda costa y meterles ventosas,
fórceps, tijeras…y no hay más remedio que hacerles cesáreas.
Ya con el hecho de poner a
la embarazada en un hospital de muros fríos, sin privacidad, sobre una camilla,
inmovilizada, boca arriba y con las piernas abiertas apuntando hacia el cielo; es para ellas no sólo intimidante sino también humillante.
La única persona que se favorece en colocar en esta posición a la madre es el
obstetra porque tiene mejor visibilidad del evento y nada más. Y digo «el»
obstetra, porque en los hospitales suelen ser hombres.
Quizá vos no podás
entenderlo si sos hombre; típico machote guatemaltequense.
Jamás vas a poder imaginar lo indignante que esto es para tu «paciente». ¿O
quizá sí?
Imagínate por un instante que quieres
defecar tranquilamente en tu casa. De repente te dicen que tienes que hacerlo
en otro lugar, ante los ojos de «especialistas» que en su mayoría serán grupos
de jóvenes practicantes. Te ponen con el culo apuntando hacia el espacio
sideral, te tocan y meten mano en tus partes para ver cómo progresa la
cuestión. Tu cuerpo no se va a concentrar jamás porque has entrado en un
estado de alerta y protección. Tu instinto evitará que continúes con la
tarea. ¿Acaso podrías hacerlo a gusto?
Pues no.
Entonces te
tienen que meter cuchillo; te toca la innecesaria cesárea porque no eres capaz.
Mientras, la Organización
Mundial de la Salud (OMS) dice que sólo debe hacerse una cesárea cuando el
parto no se puede desarrollar de manera normal, lo que sucede en menos del 15 por ciento
de los casos. Si supera ese 15 por ciento se considera que son intervenciones quirúrgicas
innecesarias, ¿y alguien se puede beneficiar de esto? Pues claro. Las cesáreas son necesarias únicamente para los bolsillos de los hospitales privados que obtienen
grandes ganancias a través de la especulación.
No me extraña que en la Guatemala
«moderna-tecnológica» tengamos el honor de tener el segundo lugar en el mundo
con más cesáreas por parto realizadas en hospitales privados; un vergonzoso 82 por ciento.
Hay que saber también que esto es sólo un
promedio, porque hay hospitales privados en Guatemala donde la tasa de cesáreas
llega al escandaloso 94.
Afortunadamente nuestras
perspectivas eran más alentadoras viviendo en el País Vasco en donde el índice
de cesáreas es de apenas el 12,6 por ciento, el más bajo de España, que ronda el 24 por ciento. La
confianza de tener un parto mucho más «amable» era mayor.
Unos meses antes del parto
hicimos una carta dirigida al hospital público en donde nos tocaría dar a luz,
y digo «nos» tocaría, porque la familia es parte del proceso y no deberían
prohibirnos estar presentes.
En la carta especificamos que no queríamos
medicamentos, ni instrumentación, y además pedimos que fueran respetuosos y que
se descartara la cesárea, salvo un caso de extremada urgencia.
Llegó el día, y aunque la
situación ameritó algunas pequeñas intervenciones, fue una buena experiencia
entre lo que cabe. Algo que podremos recordar.
En la habitación de parto habían
muchas máquinas llenas de lucecitas y cables colgando como si fuera un taller
de robots de última generación. El
personal sanitario nos dijo que no le tomáramos importancia, que todo ese
equipo no lo usan, pero tenía que estar allí por un protocolo.
Yo estuve presente en todo
momento.
Desde el inicio de los dolores hasta el momento en el que tuvo que empujar con
todo.
Me hicieron ver cómo iba saliendo la cabecita, cuando ésta ya estaba
fuera y también se la hicieron ver a mi esposa.
Luego un empujón más y salió
entero.
Es sorprendente percibir que algo que sale del cuerpo humano no tenía
mal olor. El bebé cubierto de grasa, sangre y sudor tenía un olor muy
agradable.
En el primer momento mi
esposa se lo puso en el pecho y nos enamoramos de nuevo.
Tardaron largo rato en
cortar el cordón. No había prisas. Nos mostraron la placenta, el órgano que
mantuvo con vida a nuestro bebé antes de nacer. Lo tiraron a la basura. Yo recordaba que en
muchas comunidades indígenas se entierra para mantener la conexión con la
Madre Tierra y en otros países, incluso, la madre la come como cualquier otro
animal mamífero.
Nos hubiera gustado que
estuviera el resto de la familia presente, incluida nuestra otra hija, como se
ha hecho desde siempre en las regiones «no tan civilizadas». Pero en el
hospital sólo permitieron el ingreso a una persona. Tras nacer nos dejaron solitos
con el bebé. Nadie nos molestó durante dos horas.
No nos separaron del bebé
en ningún momento durante esos 3 días que estuvimos en el hospital. Toda la
familia nos pudo visitar, incluida nuestra nena de 3 añitos que le llevaba
flores y cantaba a todo pulmón en los pasillos del hospital.
En un hospital guatemalteco esto no hubiera
sido posible porque sacan a las madres al cabo de un día y no permiten visitas
de niños. No les permiten ver el acto más natural de la vida.
Además, en
Latinoamérica, acostumbran separar a los bebés recién nacidos y gracias a ello
se han dado confusiones de intercambio de bebés.
Lo estuvimos cargando todo
el tiempo en esos tres días ya que en el hospital no había incubadoras, porque
si no lo saben; los seres humanos le podemos transmitir nuestro propio calor al
bebé.
Y no; la madre no estaba convaleciente porque al no ser por cesárea,
ellas se recuperan muy rápido.
Pudimos ir a casa
tranquilos a disfrutar del nuevo integrante de la familia.
Para ello mi esposa
tendría más de 19 semanas de permiso maternal y yo 15 días; mucho mejor que
en Guatemala donde a las madres les conceden 12 semanas y al padre sólo 3 días,
cuando la Organización Internacional del Trabajo (OIT) establece como mínimo 14 semanas y recomienda 18.
Aún así, nuestras 19 semanas se alejaban mucho de los
mejores países para ser madre: Noruega, Reino Unido o Suecia son países en
donde los permisos maternales superan un año y los paternales más de dos meses
obligatorios. La OIT.
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Christian Rodríguez DE SIMAS Y CIMAS
Nací en 1976. Crecí en la zona 18.
Para escapar me fui a probar suerte a
las montañas (más de 400 ascendidas en Europa, África
y América).
Soy guía de montaña titulado en Europa, conferencista, galardonado escritor y fotógrafo. Presidente de Entreamigos-Lagun Artean. Migré a tierras vascas (2009) siguiendo el amor |
El cumplimiento de los Derechos de la Niñez nos interesa a todos. Síguenos en Facebook
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