Foto: Christian Rodríguez |
POR CHRISTIAN RODRÍGUEZ
Luego de recorrer
34 kilómetros a pie ese primer día, comí algo en un puesto callejero, de esos que abarrotan la salida del IRTRA
con frituras, tortillas con carne y frutas.
Luego me alejé un poco de las casas y me metí al monte donde encontré un
sitio medio escondido para colgar mi hamaca y pasar ahí la noche.
El siguiente
día amaneció con una luz preciosa, noviembre suele traer bajas temperaturas, fuertes
vientos y por ende cielos despejados. Era consciente de que la línea del tren
desde ese punto se alejaba de las poblaciones y de la carretera interamericana
cada vez más, pero estaba decidido a continuar la travesía en soledad,
únicamente acompañado de pájaros y lagartijas.
Allí me fijé
en un grave error, los mapas que llevaba eran de 1957 y estaban medidos en
millas, no en kilómetros, por lo que las distancias resultarían mucho más
largas de lo que había planificado. Además, muchos de los poblados que ahí se
mencionaban habían sido abandonados luego de que el ferrocarril dejara de
transitar por esas tierras.
En esa
empinada cuesta la línea del tren se adentraba a un oscuro túnel para salir del
otro lado de la montaña, un túnel que me trajo memorias de mi niñez, de una
excursión que realizamos en la escuela.
Esperábamos
atravesar ese mismo túnel para hacer travesuras en la oscuridad. Algunas
parejitas de enamorados se sentaron juntas, pero la mayoría, que no teníamos
pareja les teníamos preparada una sorpresa: les tiraríamos harina durante el
paso del túnel. Pero la cosa se descontroló, dentro del túnel se comenzaron a
escuchar gritos, risas, golpes y salieron objetos volando por todos lados. Salimos
del tren bañados en harina, a algunos les tiraron sus pertenencias por la
ventana y yo resulté con un ojo morado de un zapatazo que recibí en el rostro.
Al salir del
túnel vi que la línea del tren seguía por muchos kilómetros paralelo al río.
Varios puentes de hierro y madera, de más de 100 años de antigüedad, que jugaban
de pasarse de un lado al otro del río en una zigzagueante senda entre montañas.
Cerca de la
aldea Cucajol me encontré con una persona que cargaba un costal lleno de
naranjas. Nos detuvimos a conversar, él creía que yo era trabajador del
ferrocarril, su padre y su abuelo sí lo habían sido y le daba tristeza saber
que el tren ya no funcionaba. Su familia se había visto muy afectada, perdieron
sus trabajos y se comenzaron a dedicar a la agricultura. “Desde entonces
pasamos penas”, me dijo. Antes de despedirnos me regaló un par de naranjas.
Los días
siguientes la caminata se complicaba, las distancias eran mayores de lo que
había calculado, las altas temperaturas de oriente cada vez golpeaban con más
fuerza mientras descendía de altitud, pero sobretodo me afectaba algo que no
tenía nada que ver con el “senderismo extremo”, y era pasar por guetos de
champas y chabolas donde vivían personas en condiciones de extrema pobreza.
La mayoría
de niños y niñas andaban descalzos o calzaban zapatos totalmente destrozados,
vestían con harapos llenos de mugre, sus cabellos estaban sucios y su rostros
ennegrecidos por el barro de la mezcla de tierra con mocos. Pero eran felices,
se acercaban a mí para preguntarme cosas, eran muy curiosos, me pedían que les
sacara fotos, luego que les enseñara a usar la cámara y terminaban sacándose
las fotos ellos mismos.
Esa escena
se repitió por el interminable sendero, interrumpido nada más por una
naturaleza impresionante donde a lo lejos me saludaban niños y adultos que
estaban trabajando la tierra.
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Varias veces
me topé con mujeres que lavaban ropa en el río mientras sus hijos e hijas se
divertían nadando en las posas. Casi todas las mujeres, menos las más jóvenes,
estaban con los pechos al aire, no se inmutaban al ver a un extraño, es más,
bromeaban con una invitación para unirme a una supuesta fiesta. A las mujeres
más bromistas, y que reían sin parar, les calculaba edades entre los 50 y 70
años, quizá más.
En cada
aldea intentaba comprar algo de fruta o tortillas, pero muchas veces las
personas con las que me paraba a platicar insistían en regalarme algo para el
camino. Eran constantes las pláticas en las que me recordaban que años atrás pasaban
por ahí muchas personas gracias al ferrocarril y como sus vidas habían
cambiado, no siempre para bien.
Mientras me
alejaba de la ciudad de Zacapa, el paisaje se tornaba más hostil. Paralelamente
al río Motagua sobre la línea férrea no quedaban poblaciones a la vista, solo
vestigios de antiguas estaciones semidestruidas. Me impacienté, porque cada vez veía más y más
serpientes que descansaban entre los durmientes o se atravesaban de un lado a
otro.
No había comido
ni bebido nada en horas bajo el implacable sol. De repente, me encontré con
unos niños que jugaban en la tierra. Les pregunté por un lugar donde conseguir
comida y algo de beber. Salió la madre de los niños, de unos 30 años, vivía ahí
con dos hermanas y otros sobrinos. Casi todas eran mujeres, menos un niño de
unos 7 años y el abuelo, que tenía más de 90. Sus esposos, habían migrado a
Estados Unidos.
Me invitaron
a quedarme, pensaron que yo era un investigador, ya que recordaban que unos
diez años antes un joven estudiante llegó a estudiar arañas autóctonas del área,
después de él no habían visto a nadie más pasar por ahí. El siguiente día me
invitaron a una excursión, fuimos todos menos el abuelo, que era ciego y había
perdido el habla años atrás, él solo quería pasar el día entero sentado en una
hamaca.
Me enseñaron
los terrenos que se extendían hasta las laderas de una montaña, con un pequeño
riachuelo, en donde vivían las famosas arañas. Desde lo alto se veía un pequeño
sendero, este les unía a otro poblado a unos 3 kilómetros de distancia, el
mismo que recorrían las niñas todos los días para ir a la escuela, pero ahora
estaban de vacaciones.
Lejos de ahí
fui pasando por aldeas más pobladas: Biafra, Bainilla e Iguana en las que vi
más y más pobreza. Muchas personas vivían en casas hechas de cartón, plástico y
palos atravesados. No tenían nada, ni energía eléctrica, ni agua, ni siquiera
una letrina, iban a hacer sus necesidades al monte.
Al enterarse
de mi viaje me invitaban a comer o a beber algo mientras me hacían preguntas de
todo tipo. Don Jorge tenía mucha curiosidad de quién era yo, y por qué estaba
haciendo la caminata.Sinceramente yo no tenía mucho que contarle, su historia
era mucho más interesante que la mía. Don Jorge
había sido profesor, de los buenos, incentivaba a sus alumnos a poner en duda
lo que les enseñaban, así ellos podrían investigar y aprender más por su cuenta.
Pero durante la guerra esto no agradó a sus jefes, se corrió la voz de que él
apoyaba a la guerrilla y el día que llegó el ejército a llevárselo él ya se
había escapado a la montaña. Vivió en solitario muchos años, volvió a su casa
muchos años después de haber terminado la guerra. Su casa ya no existía, ni sus
vecinos, solo estaba el terreno y la línea férrea abandonada. Con sus seis
hijos se dedica a la agricultura y venden sus productos en la población más
cercana que está a cuatro kilómetros caminando desde allí.
Don Jorge me
dio el contacto de una persona en la aldea Managua quien me daría de comer y un
lugar para dormir. Mi plan era seguir muchos kilómetros más adelante pero al
llegar al lugar me impresionó tanto por su belleza que decidí quedarme. La casa
estaba en lo alto de una colina con una vista privilegiada de un puente y dos
caudalosos ríos que se juntaban en el lugar.
Allí me puse a hacer apuntes, después de haber jugado pelota con unos niños. Uno de ellos me
lanzó una pregunta incómoda: “¿Cuánto ha sido el mayor tiempo que ha pasado con
hambre?”. Tuve que mentir, dije que dos días. Me respondió de modo orgulloso
que, una vez él y su familia, habían aguantado sin comer durante siete días, su
hermano menor lo corroboró.
La noche
tuvimos una cena muy amena, la pareja vivía sola, sus hijos habían seguido el
mismo rumbo que gran parte de la población joven, habían migrado al norte.
Los
siguientes días bebí poco y comí casi nada, por momentos me dolía el estómago
del hambre pero estaba seguro de que no era nada comparado con el hambre que
vivían esas personas prácticamente todos los días de su vida. Sus historias estaban
siendo tan difíciles de digerir que por momentos quería dejar de seguir la
travesía.
Luego de 15
días me había recorrido los 317 kilómetros que une la vía férrea de Guatemala a
Puerto Barrios. Muchas de las historias las tengo bien grabadas en mi mente,
unas más dolorosas que otras, pero todas trágicas, injustas y sin un futuro
prometedor.
Mi proyecto
de senderismo fue aplaudido y un periódico publicó una nota de tres páginas
sobre ello.
Sin embargo el proyecto no tenía ningún provecho más que la satisfacción
personal, por otro lado los mismos periódicos satanizaban otra actividad de
senderismo, esta vez por una marcha indígena y campesina la cual sí tenía un
objetivo importante: reclamar el respeto de sus derechos y solicitar apoyo al gobierno
para enfrentar el hambre y la pobreza, pero recibían como respuesta mensajes racistas,
clasistas y llenos de odio.
Esos
mensajes en contra de las manifestaciones siempre llevan la misma consigna,
poniendo al derecho de una vida digna por debajo del “derecho de locomoción”, que se refiere al derecho internacional de migrar, al de traspasar fronteras
exclusivamente...
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Christian Rodríguez DE SIMAS Y CIMAS
Nací en 1976. Crecí en la zona 18.
Para escapar me fui a probar suerte a las montañas (más de 400 ascendidas en Europa, África y América).
Soy guía de montaña titulado en Europa, conferencista, galardonado escritor y fotógrafo. Presidente de Entreamigos-Lagun Artean. Migré a tierras vascas (2009) siguiendo el amor |
Primera novela guatemalteca sobre las manifestaciones de 2015. eBook en Amazon y primeros capítulos aquí
Felicitaciones Christian, gran aporte para saber más de la Guatemala, que los capitalinos especialmente, desconocen por completo.
ResponderEliminarQue buena historia Cristian. Yo estoy un poco entrado en años pero aun sueño con una aventura de esas. Antes no lo hice porque siempre he sido pobre pero veo como la vida se va y que bueno que hayas tenido la valentia y el coraje de hacerlo. Felicitaciones
ResponderEliminarEspero compartas algunas fotos.
La mayoría de viajes que he realizado son a bajo costo, y este te podría decir que no gaste casi nada más que el pasaje de regreso de Puerto Barrios a la capital. El resto o es que me lo regalaron, me limité a comprar frutas y tortillas en los mercados y a la gente que encontraba. Y de hospedaje no gasté ni un solo centavo. En mi perfil de facebook acabo de subir varias fotos. ¡Saludos!
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