POR MARCELO COLUSSI
Los
militares latinoamericanos, como todo militar, se han dedicado a la guerra;
pero en muy buena medida a un tipo de guerra peculiar: las guerras civiles. En
el transcurso del pasado siglo casi no hubo guerras interestatales en la
región; la función de las fuerzas armadas se concentró en la represión interna.
Como parte de la Guerra Fría, prácticamente todos los países
latinoamericanos vivieron guerras internas insurgentes y contrainsurgentes. Con
distintas modalidades, en toda el área entre los 60 y los 90 tuvieron lugar
feroces procesos de militarización. A la proclama revolucionaria siguieron
invariablemente atroces acciones represivas.
La respuesta contrarrevolucionaria la dieron los Estados con sus
cuerpos armados, ejércitos fundamentalmente. Esto pone en evidencia dos cosas:
por un lado, ratifica qué son en verdad las maquinarias estatales
("violencia de clase organizada", según la definición leninista), a
favor de qué proyecto se establecen y perpetúan (obviamente no del campo
popular) y, por otro lado, desnuda la estructura de los poderes: los ejércitos
reprimieron el proyecto revolucionario, pero ellos cumplieron su mandato; el
real poder que usó la fuerza para seguir manteniendo sus privilegios no aparece
en escena.
Hoy día, terminada la guerra fría y el "peligro
comunista", dado que las sociedades fueron hondamente desmovilizadas
producto de la brutal represión, los ejércitos retornaron a sus cuarteles.
Incluso en los últimos años, ya innecesarios para el mantenimiento de la
"paz interior” (porque el trabajo estaba cumplido) se inician tibios
procesos de revisión de las guerras internas, de sus excesos y abusos.
Pasadas las dictaduras militares, con distintas modalidades, con
suertes diversas también en los procesos emprendidos, los países que sufrieron
esos monstruosos conflictos armados iniciaron alguna suerte de ajuste de
cuentas con su historia.
Más allá de los resultados de esos procesos, desde el
enjuiciamiento y condena a los comandantes argentinos hasta la total impunidad
y el retorno al poder por vía democrática en Bolivia o en Guatemala, el común
denominador ha sido y sigue siendo que los ejércitos contrainsurgentes cargan
con todo el peso político y la reprobación social respecto a las guerras sucias
transcurridas.
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Sin ninguna duda, esas guerras fratricidas fueron sucias, de más
está decirlo. La tortura, la desaparición forzada de personas, la violación
sistemática de mujeres, el arrasamiento de poblaciones rurales enteras, fueron
parte de las estrategias de guerra seguidas por todos los cuerpos castrenses.
Hoy día, cuando pensamos en el fracaso de los proyectos
revolucionarios latinoamericanos, tenemos inmediatamente la imagen del verde
olivo y las botas militares. Pero, ¿no estaban preparados para eso los
ejércitos de esta región?
La doctrina militar de todos los ejércitos del área no se elabora
en Latinoamérica: para eso estaba la Escuela de las Américas en Panamá, por
años sede del Comando Sur de las fuerzas estadounidenses. Los cuerpos
castrenses locales han funcionado como ejércitos de ocupación; sus hipótesis de
conflicto no eran las guerras contra otras potencias regionales sino el enemigo
interno.
Los distintos
grupos élites que se crearon tenían como objetivo mantener aterrorizadas a las
propias poblaciones. Esos soldados, preparados en definitiva por Washington en
su lógica de contención del avance comunista, adiestrados en las más
despiadadas metodologías de guerra sucia y bendecidos por los grupos de poder
locales, en las pasadas intervenciones no hicieron sino cumplir con el papel
para el que fueron educados. En otros términos: fueron buenos alumnos.
Hoy día se habla de revisar el pasado. Ello es imprescindible, por
cierto. El futuro se construye mirando el pasado; la basura no puede esconderse
debajo de la alfombra porque, inexorablemente siempre, lo reprimido retorna.
Pero esto abre una duda: revisar el pasado no debe ser sólo el juicio y castigo
a los responsables directos de los crímenes infames que enlutaron las
sociedades latinoamericanas las pasadas décadas.
Las fuerzas armadas cumplieron sus funciones, como sus mismos
comandantes se cansaron de repetir en cualquiera de los países donde condujeron
las guerras internas, y no tuvieron nada de qué arrepentirse. Por supuesto que
lo condenable es la extralimitación en que, como Estado, incurrieron estas
fuerzas.
El Estado no puede reprimir a su población, pero ¿de qué Estado
hablamos? Es quimérico pensar que este aparato de Estado pertenece a todos; las
dictaduras militares lo demostraron. Cuando el andamiaje real del poder de las clases
dominantes es tocado, ahí se desnuda el carácter del Estado, de las
"democracias" parlamentarias.
Si pedimos juicio y castigo a los responsables de los cientos de
miles de muertos, desaparecidos, torturados y exiliados de los países
latinoamericanos de nuestra historia reciente, si pedimos justicia para no
olvidar la historia negra que se vivió, no debemos olvidar nunca que el enemigo no es el guardaespaldas del amo: sigue siendo el amo...
Nota publicada en Prensa Latina.
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Marcelo Colussi PLATIQUEMOS UN RATO
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Hermosa descripción de la tragedia desatada por toda latinoamérica en nombre del anticomunismo. Misión encargada a las fuerzas militares que se arrogaban todos los salvajes derechos para operar en nombre de la democracia autoritaria. El doctor y profesor Collosi, distinguido humanista, nos presenta ese horrendo capítulo histórico vivido en centro urbanos y rurales donde fueron asesinados y masacrados cientos de miles de ciudadanos que al final entorpeció el desarrollo de las generaciones venideras desquiciándolas de contribuir a un futuro incierto causado por los traumas experimentados por largas décadas de genocidio donde las masacres de ciudadanos, hombres, mujeres y niños sufrieron las sañas de los que los ajusticiaban butalmente día y noche.
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