POR MARCELO COLUSSI
Durante
su campaña presidencial Donald Trump tuvo la osadía (¿bravuconada?, ¿estupidez, quizá?, ¿mal cálculo político?) de preguntarse si era conveniente continuar la
guerra en Siria y la tirantez con Rusia. Probablemente cruzó por su cabeza la
idea de poner énfasis, en lo fundamental, en el impulso a una alicaída economía
doméstica, que paulatinamente va haciendo descender el nivel de vida de los
ciudadanos estadounidenses comunes. Sus afiebradas promesas de hacer retornar a
suelo patrio la industria deslocalizada (trasladada a otros puntos del mundo
con mano de obra más barata), no parecen haber pasado de vano ofrecimiento. Unos
pocos meses después, a menos de un año de su administración, puede verse cómo
la política exterior estadounidense sigue siendo marcada por el todopoderoso
complejo militar-industrial, y las guerras se suceden interminables. Y el
presidente es su principal y alegre defensor.
A
unos pocos días de su asunción como primer mandatario, el 27 de enero emitió el
“Memorando Presidencial para Reconstruir las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”,
una más que clara determinación de concederle poderes ilimitados a la omnipotente
industria militar de su país. En la Sección 1 de dicho documento, titulada “Política”,
puede constatarse que “Para alcanzar la
paz por medio de la fuerza, será política de los Estados Unidos reconstruir las
Fuerzas Armadas.” El mensaje no deja lugar a dudas. Casi inmediatamente después
de la firma de ese memorando, comienzan los grandes negocios de la industria
bélica.
Empresas
fabricantes de ingenios militares como Lockheed
Martin (especializada en aviones de guerra como el F-16 y los
helicópteros Black Hawk, la mayor contratista del Pentágono), Boeing (productora de los bombarderos B-52 y
los helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales, buques
de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman (primer
constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles
Tomahawk), General Dynamics (quien aporta tanques
de combate y sistemas de vigilancia), Honeywell
(industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que
presta servicios de logística y mantenimiento de equipos militares) –compañías
todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de dólares,
teniendo incrementos desde el 2010 de un 60% en sus ganancias– se sienten exultantes:
la “guerra infinita” que iniciara algunos años atrás con la “batalla contra el
terrorismo”, no parece detenerse. La necesidad perpetua de renovar equipos y
toda la parafernalia militar asociada promete ingentes ganancias. Todo indica
que esa rama industrial sigue marcando el paso de la política imperial.
No
hay dudas de que la pujanza de la economía estadounidense no es hoy similar a lo
que fuera en la inmediata posguerra de 1945 y esos primeros años de
triunfalismo desbordado (hasta la crisis del petróleo en la década de los 70),
cuando era la superpotencia intocable. Ello no significa que está agotado el
imperio estadounidense, pero sí que comienza un lento declive. De ahí que la omnímoda
presencia militar en el mundo le puede asegurar el mantenimiento de su
supremacía como poder hegemónico al aparecer nuevos actores que le hacen sombra
(China, Rusia, Unión Europea, BRICS), al par que dinamizar muy profundamente su
propia economía (3.5% de su producto bruto interno lo aporta el complejo
militar-industrial, generando enormes cantidades de puestos de trabajo).
El 23 de febrero, un mes después de haber tomado
posesión de su cargo en la Casa Blanca, Donald Trump declaraba provocador –fiel
a su estilo– que Estados Unidos estaría reconstruyendo su arsenal atómico, dado
que “se había quedado atrás” en
términos comparativos con Rusia, y “será
el mejor de todos” para asegurar que se colocaría “a la cabeza del club nuclear”.
Para
darle operatividad a sus altisonantes declaraciones propuso un aumento de casi
17% del presupuesto de las fuerzas armadas. Ello podrá hacerse sacrificando con
drásticas reducciones presupuestos sociales, tales como educación, medio
ambiente, inversión en investigación científica, cultura y cooperación internacional.
El
actual presupuesto para las fuerzas armadas es de 639,000 millones de dólares,
lo que representa un 9% más de lo destinado a gastos militares en el último
ejercicio fiscal del expresidente Barack Obama. Esa monumental cifra está
destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a
renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas.
Paralelo a esta presencia de la
industria bélica en los planes estratégicos de la presidencia, es digno de
mencionarse cómo determinados personeros militares han ido ocupando puestos
determinantes en toda la administración de Trump. Su
jefe de despacho es John Kelly, general de los marines; el asesor de Seguridad Nacional es el general Herbert
McMaster, veterano de las guerras de Irak y de Afganistán, muy respetado dentro
de la jerarquía militar del Pentágono; el Secretario de Defensa es el general
Jim Mattis, igualmente otro marine,
conocido por su nada amigable apodo de “Perro loco”, polémico comandante de las
tristemente célebres operaciones en Irak y Afganistán, entre las que está la
masacre de Faluya, en Irak, en el año 2004 (un virtual criminal de guerra).
Junto a esta presencia determinante de
la casta militar, Donald Trump ha dado lugar al ingreso masivo de altos
ejecutivos del complejo militar-industrial en puestos claves de su gobierno.
Así, por ejemplo, puede mencionarse a la actual Secretaria de Educación, la multimillonaria Betsy Devos,
hermana del exmilitar y fundador de la empresa contratista de guerra
Blackwater, Erik Prince. En otros términos:
los generales y los fabricantes de la muerte son quienes fijan la geoestrategia
de la principal potencia mundial. La destrucción, patéticamente, es buen
negocio (¡para unos pocos!, claro está).
La
militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza clave de
la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede apreciarse, además,
en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un decreto ejecutivo de la presidencia de
Barack Obama que prohibía el equipamiento militar a las policías locales. De
este modo, el complejo militar-industrial podrá producir y vender a los cuerpos
policiales armas de alto calibre, vehículos artillados y lanzagranadas. El
negocio, sin dudas, marcha viento en popa.
Si
en algún momento se pudo haber pensado que la llegada de Trump con su idea de
revitalizar la economía doméstica detendría en alguna medida el papel de hiper
agente militar y gendarme mundial de Estados Unidos –lo que sí impulsaba la
candidata Hillary Clinton–, la realidad mostró otra cosa. Dos fueron los hechos
que, de una vez y terminantemente, evidenciaron quién manda realmente: el
innecesario bombardeo a una base aérea en Siria –el 7 de abril– (operación
militar absolutamente propagandística, sin ningún efecto práctico real en
términos de operativo bélico), y unos días más tarde –el 13 de abril– el
lanzamiento de la “madre de todas las bombas”, la GBU-43/B, el más potente de
todos los explosivos no nucleares del arsenal estadounidense, en territorio de
Afganistán (supuesto escondite del Estado islámico, igualmente operación más
mediática que militar, sin ninguna consecuencia real en términos de operativo
castrense).
Es
más que evidente que en esta fase de capitalismo global e imperialismo
desenfrenado, la estrategia hiper militarista garantiza a la clase dominante de
Estados Unidos una vida que la economía productiva ya no le puede asegurar. Los
nuevos enemigos se van inventando, ahora que la Guerra Fría y el fantasma del
comunismo desaparecieron. Ahí están entonces, a la orden del día, “la lucha
contra el terrorismo”, “la lucha contra el narcotráfico”, y seguramente en un
futuro cercano “la lucha contra el crimen organizado”. Como dijera en el 2014
el por ese entonces Secretario de Defensa en la presidencia de Barack Obama,
León Panetta: “La guerra contra el
terrorismo durará no menos de 30 años.”
El
guión ya está trazado. No importa quién sea el ocupante de la Casa Blanca: los
planes deben cumplirse. Si en algún momento el errático Donald Trump pudo haber
hecho pensar que no era “un buen muchacho” que seguía lo establecido, la tozuda
realidad (léase: los intereses inamovibles de quienes dirigen el mundo) lo
pusieron en cintura.
¿Habrá
guerra para rato entonces? De todos nosotros depende que ello no sea así. El llamado Reloj del Juicio Final, elaborado por el
Boletín de Cientistas Atómicos de Estados Unidos, fue adelantado medio minuto
para indicar que estamos a dos minutos y medio (en términos metafóricos) de un
posible holocausto termonuclear si se sigue jugando a la guerra. El complejo
militar-industrial estadounidense se siente omnipotente: juega a ser dios,
juega con nuestras vidas, juega con el mundo. Pero un pequeño error puede
producir la catástrofe. En nombre de la supervivencia de la especie humana y
del planeta Tierra debemos luchar tenazmente contra esta demencial política. Lo
cual es decir, en definitiva, luchar contra el sistema capitalista. Es evidente
que dentro de estos marcos es más fácil el exterminio de toda forma de vida que
el encontrarle solución a los ancestrales problemas de la humanidad. En ese
sentido, entonces, son hoy más premonitorias que nunca las palabras de Rosa
Luxemburgo: “socialismo o barbarie”.
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