POR JAVIER MARTÍNEZ
«Acá no estamos hablando de personas, sino del fortalecimiento de las instituciones», dijo el vocero presidencial, Heinz Heimann, hace unas semanas, y ese argumento se ha repetido en diversas circunstancias y sobre diferentes temas: desde el intento por declarar «non grato» al comisionado Velásquez hasta (muy en el fondo) el argumento de quienes buscan una renovación política sin salirse del sistema legal guatemalteco. Desde entonces, se me vino a la mente lo que el historiador Jorge Luján Muñoz denominaba «el problema del legalismo español». A lo que Luján se refería con ese término (o uno muy similar, porque puede ser que la memoria me traicione) era al hecho curioso del esmero que los españoles pusieron en justificar su derecho de conquistar el continente americano. Curioso porque, a diferencia de los ingleses, franceses y holandeses, los españoles se cuestionaban constantemente el porqué tendrían ellos, y no cualquier otro pueblo europeo, el derecho de conquistar y explotar este continente.
La argumentación legal de los españoles fue esta: el dueño del mundo es Dios y, por ende, sería él —por medio del Papa— quien debería decidir a quién entregárselo; la voluntad de Dios fue, entonces, que este continente fuera encontrado por un representante de la Corona española. Para sostener esta lógica, los españoles hicieron dos tratos con el Vaticano. Uno fue la bula «Inter caetera» de 1493 en la que se definió una línea imaginaria sobre el océano Atlántico: todo lo que quedara al Este sería de Portugal (esperaban que fuese África) y al Oeste, de España (esperaban que fuese América, pero ignoraban que estaba «inclinada» y, por eso, Brasil quedó del lado portugués). El otro trato fue el Real Patronato: a cambio de tener el derecho de conquistar América, el Rey correría con los gastos de la Iglesia en este territorio. Al papa Alejandro VI se le hizo feo que los españoles mataran indígenas (aunque aún se discutía si tenían o no alma) así que les pidió que antes de hacerles la guerra les dieran la oportunidad de rendirse pacíficamente; este fue el famoso «Requerimiento», un documento redactado en castellano y que debía leerse en voz alta a los indígenas, fuera cual fuera su idioma. Si estos no se «daban en paz», los españoles tenían permitido hacerles la guerra; en otras palabras, un legalismo, un ardid técnico, un proceso viciado.
Posteriormente vinieron los problemas expuestos por fray Bartolomé de las Casas: los españoles trataban a los indígenas como esclavos. Luego de extensas discusiones teológicas, De las Casas demostró que los indígenas sí tenían alma y, entonces, la Corona se vio obligada a decretar las famosas Leyes Nuevas de 1542. Estas seguían argumentando el derecho español de dominar América, pero prohibían el maltrato y la esclavitud del indígena; en general, obligaban a darles un trato semihumano. Estas leyes, publicadas en España, jamás se cumplieron en América, pues los peninsulares y los criollos simplemente las ignoraban ante la falta de supervisión y de interés en las autoridades locales por hacerlas cumplir (se beneficiaban económicamente al ignorarlas). Mientras la Corona decretaba leyes y buscaba la armazón legal que justificara su dominio y mantuviera viva la mano de obra gratuita, sus súbditos y otros países europeos hacían lo que querían en realidad. ¿En qué terminó, entonces, el fortalecimiento de la institución que intentó la Corona española? ¡En nada, en un esfuerzo vacío!
¿Se imaginan ustedes que los indígenas hubiesen intentado utilizar ese enmarañado sistema legal y administrativo español para exigir justicia? ¡Bueno, pues es lo mismo que algunos argumentan hoy: intentar cambiar el Estado por medio de sus mismos procesos truculentos, creados y administrados por corruptos! Sin embargo, los indígenas del siglo XVI sí lo hicieron: sí intentaron utilizar el sistema español para exigir sus derechos pero, como era de esperar, jamás prosperaron. Es más, esos documentos son hoy más conocidos como «obras de ficción» que por su peso como documentos legales; tales son los casos del «Memorial de Sololá» y de otros documentos etnohistóricos. En un paralelismo un poco forzado, ¿acaso no somos nosotros hoy los indios coloniales que exigen sus derechos por medio de las herramientas provistas por un sistema legal cooptado y ajeno a la realidad? ¿Será que llegaremos a algún lado o terminaremos en el olvido, al igual que este antecedente colonial?
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El objetivo de esta publicación no es promover el irrespeto a las leyes, sino debatir si en realidad es la institucionalidad la que importa, tanto para mantener como para cambiar el Estado. Quisiera, con esta publicación, invitar a que busquemos soluciones alternativas al problema político y social del país que no consistan en jugar el juego del corrupto, que no sean respetar sus reglas, que no consistan en enredarnos en eternas batallas repletas de tecnicismos sucios, de procesos viciados, de discrecionalidad de jueces vendidos, de subjetividad de magistrados con intereses políticos. Busquemos una solución que impida perder la esperanza de cambio y que impida el surgimiento de la apatía política, caldo de cultivo de la corrupción. Recordemos que la misma Constitución dice: «Nosotros, los representantes del pueblo de Guatemala, electos libre y democráticamente, reunidos en Asamblea Nacional Constituyente, con el fin de organizar jurídica y políticamente el Estado…»; esto implica que el orden constitucional es solo una forma (de muchas posibles) en que el pueblo de Guatemala puede organizar jurídica y políticamente el Estado, ¿qué tal si nos volvemos a organizar de otra manera? ¿Acaso no tendría el mismo peso y la misma validez que el orden constitucional actual? ¿Qué otras posibles maneras de representar al pueblo de Guatemala podrían existir?
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Licenciado en Letras y en Antropología; tiene un posgrado en Lingüística y una maestría en Comunicación. Actualmente estudia un doctorado en Investigación. Tiene experiencia como catedrático y editor |
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